Teatro

Venecia

Abismos de la educación

Un fondo de mala conciencia inspiraba a los padres a educar a sus hijos en una irracional tolerancia o, al contrario, delegar por completo en las autoridades docentes

Abismos de la educación
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Vamos a hacer un poco de «relato ejemplar». En Venecia me hice buen amigo de un americano de lo más pudiente, músico experimental, en la línea de John Cage. Casado y con tres hijos pequeños –dos varones y una niña– que eran unos completos forajidos y hasta de una belleza satánica. A los cuales, no había modo de dominar, dado que aquellos padres asumían, con extrema resignación, cuanto les hacía pagar «la buena educación», comprensiva y permisiva, que le estaban dando a sus hijos. Se supone que para que fuesen futuros hombres y mujeres libres, perfectamente realizados. Además de bellísimos, mostraban ser inteligentes por demás y ¿cómo no esperarlo todo de ellos? Con mucho tiempo de por medio y ante las muestras estremecedoras de criminalidad infantil, he vuelto a pensar en mi amigo y en la perfecta «malísima educación» que les estaba dando a sus hijos. Entre los intelectuales de entonces se juzgaba muy atinado seguir creyendo en Jean Jacques Rousseau, y pensando que estos hijos llegarán a individuos auto-rresponsables dejando obrar a la «sabia naturaleza». Ya vemos qué error.Ahora me atrevo a sospechar que un fondo de mala conciencia inspiraba a los padres a educar a sus hijos en una irracional tolerancia o, al contrario, delegar por completo en las autoridades docentes, eximiéndose de ser padres educadores. Esto es siempre fatal para los hijos. Los quieren «lejos», espiritual o materialmente, lejos de sus íntimas infracciones a la moral más puritana y exigente, pesarosos y acomplejados, pero permaneciendo fatalmente instalados en «lo irregular» de sus costumbres. Y esto era lo problemático de mi amigo y de su destino de americano rico y artista, que llevaba una vida brillantemente irregular. Y comenzaré por señalar que, para su residencia en Venecia, había alquilado una parte del ala baja del palacio Contarini-Corfú, el del cardenal Contarini y de la reina de Corfú. Los diabólicos niños americanos correteaban por aquellas salas renacentistas, recubiertas de mármoles, con chimeneas monumentales, que parecían embocaduras de teatro y donde la chica, que se llamaba Lowel, con siete años, se introducía, como en un escaparate, haciendo posturas vestida con una tuniquilla de gasa flotante, maquillada como una putita e imitando a Isadora Duncan. No puedo negar que me fascinaba. Hasta que, un día, yendo por la calle, me pidió un helado. Le dije que no llevaba dinero. –«Pues, si no me lo compras, me tiro al canal». Volví a negárselo, porque era verdad y, sin esperar mucho, se tiró al agua contaminada del «Canalazzo». Lo cual me atrajo no pocos disgustos e incomodidades. El rescate, la conversación con las autoridades, mis explicaciones al padre... Los dos chicos eran el terror de las fiestas que se organizaban allí, llenas de ricos y famosos, que muchas veces presidía Peggi Guggenheim. Del mayor se decía que recibía, a domicilio, tratamiento psiquiátrico. Se trataba del más inteligente, pero del más desenfrenado. Se movían en un ambiente hogareño casi terrorífico, por lo fastuoso, todavía recargado por los gustos espléndidos de su padre, que hacía colección de ángeles barrocos, de talla, y los colgaba de las paredes con un fondo drapeado de «chinzt» negro. Hoy puedo compararlo a los interiores que se acomodaron para vivir Andy Warhol y Michael Jackson. El gusto americano.Pero vamos a lo que vamos: Mi amigo el potentado y a la vez músico de vanguardia, aunque casado y con hijos, era de naturaleza homófila, y su compañero sentimental permanecía a su lado, en calidad de mayordomo que, en el fondo, cortaba y rajaba en la casa. Aquel «menage á trois» funcionaba «divinamente», pero, en comparación con el mundo exterior, era un desconcierto moral y un elemento más de turbación para los desenfrenados hijos de aquel hombre, que no podía dejar de comportarse como... Warhol o Jackson, para que se me entienda bien. Si ser homosexual hoy no es delito, cuando lo era, no hace mucho tiempo, no dejaba de suscitar muy complejos sentimientos de culpabilidad, que podemos hacer extensivos a otras infracciones del código moral. Así es América y el mundo en que vivimos.