Crítica de cine
Al final del aliento (IV)
Mientras Ernie Loquasto permaneció a mi lado no creo haber tomado una sola decisión para la que no contase con su aprobación o con su consejo, de modo que podía repartirme con él los éxitos y los fracasos, las bofetadas y los besos. Era una manera muy descansada de vivir, en cierto modo libre de cualquier responsabilidad, seguro como estaba de que mi papel era el de un atleta que hubiese sido entrenado para empezar a correr en la meta. Fue Ernie quien me enseñó que el carácter puntual de algunas mujeres depende menos de los avatares de su existencia que de cualquier irregularidad en la relojería de su ovulación. Naturalmente también es a él quien le debo la convicción de que, por desgracia, las mujeres que se ocupan de nuestras camisas raras veces son las mismas que se interesan por nuestros placeres, y que en caso de duda, los momentos más agradables los pasaremos al lado de las chicas que nos hagan daño. Una vez me dijo el jefe que en el Savoy todas las mujeres están en principio cortadas por el mismo patrón y que resolver la duda al elegir entre dos de ellas sería tan absurdo como escoger la ropa que has de ponerte durante un naufragio antes de saltar al mar. Así son y, por lo que aprendí del jefe, es bueno que así sean. Lo que cuenta es saberlo de antemano para no correr riegos y evitar disgustos. Como por lo general dan todas el mismo resultado, de lo que se trata es de acertar al elegir a la mujer equivocada, dando por supuesto que a su lado serás el hombre más feliz del mundo si aceptas que su presencia y su pasión sean momentáneas, la pasajera eternidad con altibajos que un hombre como tú se puede permitir al lado de una de esas mujeres en cuya trayectoria vital sólo serías un incómodo exceso de equipaje. En su aliento fuiste apenas un mal sabor de boca. A esa conclusión llegó un tipo cuando Terry Shelton tomó en Chicago el tren destinado a separarlos: «Gracias por acompañarme. Aquí acaba lo nuestro, cielo. No me pidas imposibles. Ya no siento nada por ti. Subiré sola a este tren y tú me sustituirás por una cerveza. Para ti será un alivio. En cuanto a mí, me voy sin nostalgia y remordimientos porque, ¿sabes?, detesto viajar cargada».
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