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Cadáveres

La Razón
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Cada vez pienso más en la muerte y hasta me parecería insensato no hacerlo, entre otras razones, porque de todas las cosas que me esperan, ésa es sin duda la única cita para la que no encontraré una disculpa convincente. Aunque ahora se tiene de ella la idea de que sólo sirve para estropear las vacaciones, la muerte no es nada nuevo para los de mi generación. Fue parte de nuestras vidas.
Mi abuela materna murió en casa de mis padres y, como yo lo recuerdo, su cadáver no sólo no nos producía reparo, sino que se consideraba que, aunque masticase mal, en cierto modo era uno más a la mesa. Recuerdo que era verano y hacía calor, así que mi madre entornó las ventanas para refrescar el ambiente. A los niños de entonces la religión nos había inculcado el amor a los difuntos, al mismo tiempo que, a nuestros padres su experiencia les había enseñado que, con independencia de que se tratase de un hecho transustancial, la muerte tenía la desventaja de que si ocurría en verano acarreaba muchos inconvenientes.
Además de para conseguir un ambiente de mayor recogimiento en torno a la difunta, mi madre entornó la ventana porque sabía que con el calor del verano los cadáveres metían un montón de moscas en casa. Lo niños de ahora no saben nada serio y real sobre la muerte. Casi nadie se muere en casa. Hemos desviado la muerte a los hospitales, de modo que la gente agoniza en una institución pública, fallece en un genérico cadáver del estado y lo moderno es que los chicos del crematorio nos lo entreguen luego en un tarro, convertido en café soluble. En consecuencia, se suprimen los sepulcros, camino de evitar también los cementerios. Los cadáveres modificarán el metabolismo de las truchas o quedarán a merced del viento, mezclados en el aire con los rumores, la telepatía y la publicidad.