Crítica de libros

Diosas de gonorrea (IV)

La Razón
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Siempre pensé que romper con una mujer del arroyo sería cosa fácil, algo que en medio de tanta desolación moral no se notaría demasiado, que sería como escupir tabaco en una mancha marrón. Pensaba entonces que aquellas fulanas del Savoy estaban acostumbradas a sufrir y creí que no habría en ellas una sola emoción que al rascar apenas en ella no dejase al descubierto una simple conveniencia. Tampoco imaginaba que hubiese en sus vidas una sola herida que no pudiese aliviarse poniendo sobre ella un parche hecho con dinero. No me suponía ningún inconveniente moral fingir que las amaba y desengañarlas luego con la absoluta certeza de que mi nombre desaparecería de sus labios sin dolor y sin nostalgia tan pronto rondase su boca la boca transeúnte de otro hombre. Me equivoqué. No contaba con que compartir con una mujer un vicio te une más a ella que cualquier otro sentimiento, casi tanto como pueda unirte a ella una deuda, un secreto o un crimen. No tardé en comprender que en aquel ambiente el sexo era un arma de doble filo, el motivo que te empuja hacia una mujer con la intención de acostarte con ella y al mismo tiempo la razón de que a veces incluso sientas asco apenas un instante después de conseguirlo. Supongo que se trata de la misma sensación que sentirías en el caso de competir para vencer en una carrera cuyo premio no te compensase de los gastos acarreados por el entrenamiento. Descubrí por otra parte los inconvenientes de que una mujer así se enamore de ti. Cerrará todas las puertas que queden a tu espalda mientras avanzas hacia ella y entonces sólo podrás retroceder de frente hasta caer trincado entre sus brazos. En ese caso será mejor que te acostumbres, saques a relucir el cinismo y le cojas afición. A ella ni siquiera le importará que mientras la sobas en cama ronde tu cabeza el rostro de otra chica. Sabe por experiencia que un hombre como tú raras veces sueña con la mujer que duerme a su lado. No les preocupa saber donde caga el perro lo que come en casa. En eso me pareció que consistía el amor para las primeras fulanas que conocí en el Savoy de los tiempos del señor Pavesse: encapricharse del hombre que menos les conviene, y de vez en cuando, romper con él definitivamente...