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Ecce Jackson

La Razón
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Extraña y extrema la forma de vivir y morir de Michael Jackson. Es inquietante la conexión que parece haber entre el genio y la locura. Sólo en la historia reciente de la música, la lista de muertos tras una vida desoladora es alarmante: Elvis Presley, Jimmy Hendrix, Janis Joplin, Marvin Gaye, Jim Morrison… La concurrencia de las drogas y del alcohol es una obviedad, pero no lo explica todo. Parece que existe un tipo de personalidad extremadamente sensible, característica de los creadores, que conlleva como «peaje» la dificultad para llevar una vida estable. El producto son personas como Jackson, capaces de tocar la fibra íntima de millones de personas –gustos aparte, «Thriller» es el disco más vendido de la Historia– y protagonistas de desequilibrios tan obvios como la presunta pederastia o la manía autodestructiva de quemarse la piel para dejar de ser negro. El simplismo moralista de la sociedad contemporánea lleva a despachar esta mezcla con aspavientos: «Menudo monstruo», «qué degenerado», «estaba enfermo». Hay algo de verdad en estas expresiones, pero no me parece que toda. ¿Cómo es posible que una persona delicada, enamorada de la belleza, capaz de emocionar a tantos, sea un monstruo? Me atrevo a decir que no hay un dualismo inexplicable, que sencillamente, una hiperestesia extrema y un gran talento dan como resultado una personalidad poderosísima, tanto en lo bueno y lo bello como lo malo y lo feo. Es un único hombre el que bailaba en los escenarios hasta poner los pelos de punta y el que causa repugnancia en sus fotografías finales. No hay tanta diferencia con las demás personas, tan sólo en el mérito de los logros y la gravedad de las mezquindades. No hay dos Michael Jackson, hay sólo uno. Y es un espejo magnífico del hombre, capaz de las mejores y las peores cosas. Me conmueve profundamente la reconstrucción mental de ese niño viejo de 50 años reducido a 51 kilos de huesos, con la piel horadada de pinchazos, el estómago vacío de comida y lleno de pastillas y completamente calvo. Lo imagino acunado en los brazos de Dios, como un ecce homo agotado, por fin tranquilo al ver el rostro de la eterna belleza. Por fin en casa tras penar tanto en este valle de lágrimas.