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Educación

La Razón
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Hoy tenemos invitado a cenar a un matrimonio de Dallas, Texas. La pareja siente una especial debilidad por mi hija y se entrega a prodigarme consejos sobre su futura educación. En un momento determinado, mi hija saca su portátil y comienza a compartir Dios sabe qué archivos con el hombre. «Compraste este ordenador hace por lo menos tres años, ¿verdad?», le pregunta el texano. Mi hija me mira con ojitos de desconsuelo. Estaba convencida –como yo– de que aquel cachivache era el último modelo y por acá no lo debe ya utilizar nadie. Y entonces nos embarcamos en una conversación sobre la educación. El de Dallas derrama sobre la mesa una abrumadora cascada de datos. Algunos resultan sobrecogedores. Nuestro mundo avanza a tal velocidad que un muchacho que comience una carrera de cuatro años se encontrará en tercero con que más de un cincuenta por ciento de la información ya es obsoleta. Me consuelo pensando que será en carreras de contenido científico porque Virgilio siempre será Virgilio, pero el dato es para no pegar ojo. No sólo eso. La velocidad con que se genera información obliga a un esfuerzo educativo que no hemos conocido en ningún momento de la Historia, quizá porque sólo una semana de lectura del «New York Times» recoge muchos más datos de los que un hombre del siglo de la Ilustración podría aprender a lo largo de toda su vida. En este nuevo mundo, sólo hay dos lenguas, el inglés y el español. En dos o tres décadas, previsiblemente se sumarán el árabe de la Europa sometida al islam y el chino. «Ustedes tienen la suerte de educarse en español», me dice con sonrisa complacida el texano. Le aclaro que no, que en Cataluña el español está proscrito de las aulas y que en las Vascongadas han ido por el mismo camino. El hombre de Dallas me mira con la perplejidad inundándole el rostro. «¿No estudian en español? ¿Y en qué pretenden estudiar?». Le explico que en catalán o en vascuence. Por un instante, temo que se desmaye de la impresión. «Pero... ¿por qué...?», me dice a punto de romper a llorar. Intento explicarle algo sobre los nacionalismos. No sé si es peor. El texano, ya totalmente descompuesto, explica: «Aquí los indios iroqueses conocen su lengua, pero se educan en inglés...». Estoy a punto de contarle lo de Carod-Rovira recibiendo la lanza de un indio a cambio de un millón de euros. Me callo. Aunque el hijo del guardia civil sea nacionalista, me da mucha vergüenza reconocer que estas cosas suceden en España. El texano no ceja. «Pero... pero esos chicos están condenados... ¿Adónde piensan ir con el catalán o el vascuence? ¿A recoger fruta a otro país?». Sigo sumido en el silencio porque no creo que el catalán te permita hacer la vendimia con más facilidad. Compadecido de mí, el sureño me pasa un brazo solidario por el hombro y musita apesadumbrado: «Poor people... poor, poor people». Asiento agradecido a su muestra de solidaridad, pero me digo que la pobre gente son los sometidos a esos sistemas educativos y no los que los impulsan. ¿Cómo se va a llamar pobre gente a un personaje como Montilla que sólo hizo el Bachillerato, que cada día demuestra su incompetencia y que, a pesar de todo, cobra más que el presidente del Gobierno?