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El burka

La Razón
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Por más que algunos intelectuales se empeñen en considerarlo un respetable e inofensivo distintivo cultural, el burka no sirve para otra cosa que para que la ropa de una mujer diga de ella menos que su mortaja. En aquellos países en los que el burka es de uso obligatorio, de una mujer no se sabe que lo es por su apariencia, sino por la omisión de su aspecto, del mismo modo que en la oscuridad de la cercanía de algunos osos se tiene noticia por su olor. Al integrismo islámico no le gusta la belleza femenina o prefiere restringirla al ámbito doméstico, donde recobra su esplendor siguiendo severas instrucciones nudistas en un asfixiante anonimato casi carcelario. Supongo que esos intelectuales se muestran comprensivos con el burka sólo para que sus opiniones los mantengan a salvo de coincidir con la opinión mayoritaria, que es la del pueblo llano, ese ente tórrido, plural y marrullero al que los intelectuales minoritarios y pedantes prefieren sorprender e impresionar antes que caer en la vulgaridad de defenderlo, como si compartir las ideas de la gente corriente, en vez de un legítimo orgullo, supusiese una imperdonable ligereza. A muchos de ellos la condena del burka probablemente les resultaría más fácil si no la hubiese puesto de actualidad Sarkozy al proponer su prohibición en territorio francés por considerar que en algunos casos la ideología de un hombre no es más que el pudridero de sus pensamientos. Serían más severos con el integrismo islámico si cayesen en la cuenta de que en cualquier museo iraní «La Venus del espejo» sólo podría ser colgada sin sacarla de su embalaje. Por lo que a mí respecta, el islam me merecerá más respeto cuando sus ulemas les reconozcan a las mujeres la misma libertad que en sus jardines tiene desde siempre el agua.