Manila

El picnic

La Razón
La RazónLa Razón

La diferencia entre haber nacido en capital de provincias, Valladolid para más señas, en vez de en Madrid, es que en las capitales de provincias suele ocurrir que el complejo de pueblo grande pesa más que las ganas de verbena y chulapona. Madrid huele hoy a churros y claveles, a pradera de San Isidro y a fritanga de ida y vuelta mientras los que nacimos en provincias observamos atónitos la escena, tal si la ciudad que anteayer anhelaba ser olímpica, este epicentro del caos y los atascos a deshora, hubiera echado el freno para salir en busca de las esencias. Darse una vuelta por Las Vistillas es casi lo mismo que contemplar el cénit de ese «Picnic» que William Inge escribió para dar ración doble de melodrama en tiempos de melodramas a go-gó. Aquella estampa de la América más revirada en la que un almuerzo campestre servía para presentarnos el fresco de una sociedad de todo menos fresca encaja perfecta como símil de lo que aquí toca. Parroquianos fieles a la tradición, vestidos a la manera de antaño y nostálgicos de tiempos distintos se mezclan en las laderas madrileñas con toda esa modernidad siempre al borde de un ataque de «piercings». Y, como en la obra de Inge, la merendola es la excusa, lo mismo que los farolillos, las faldas almidonadas y las borracheras de maestras solteronas. Nada es lo que parece en este trampantojo de vidas cruzadas envuelto en olor a fritanga y alergias primaverales. Porque, mientras la tradición se sujeta chulapa a la cadera y arrastra el mantón de Manila con desdén, los del bando contrario se saltan las ansias de verbena en pos de un revolcón por las laderas. Un picnic que, quienes hemos nacido en capital de provincias, contemplamos atónitos cada año entre churros y claveles. Entre cinéfilos y melodramáticos.