Patrimonio
Embrujo y alegría en la envidiable primavera sevillana
Al son de sevillanas y rumbas, entre rebujitos y manzanilla, el viajero que llega a la capital hispalense durante el mes de abril queda hechizado por la cara más festiva de la ciudad. Tras el «alumbrao», la diversión y el jolgorio están asegurados. Pero lo mejor de la Feria no se explica, se vive.
Huele a jazmín, a naranjo y a azahar. Y su color es especial. Ya lo decía la canción... Y no era simple poesía. El perfume que impregna las calles de Sevilla durante la primavera es inconfundible. E inolvidable. ¡Lástima que las palabras impresas no transmitan aromas! Pero, quizás, así es mejor, pues el viajero tendrá la «obligación» de recorrer la capital hispalense en pleno mes de abril. La experiencia no defrauda. Eso seguro.Abril no es un mes cualquiera en Sevilla. Sin duda, es la mejor época para adentrarse en la ciudad y vivir en primera persona el momento más festivo del año para todo sevillano que se precie: la Feria de Abril, una semana dedicada por entero a la diversión y a los amigos y en la que las sevillanas, el rebujito y la manzanilla son los principales protagonistas. Será entonces, tras cruzar las más de 22.000 bombillas que iluminan la portada, cuando el forastero palpe ese «duende» del que hablaban Los del Río en su canción. Baile hasta el amanecerDurante el día, los vivos colores de los trajes de flamenca, las sobrias mantillas y el soniquete de los coches de caballo inundan las calles del Real de la Feria, en el barrio de Los Remedios. El aroma a pescaíto frito nos acompañará hasta la caída del sol, cuando las luces vuelven a encenderse y llega el turno de adentrarse en las casetas y bailar al contagioso paso de rumbas y sevillanas. Hasta el amanecer. Pero en esta época, Sevilla no sólo es baile y rebujito. Más allá del Guadalquivir, lejos del ruido del Real de la feria, la ciudad sigue hechizando por el encanto de sus callejuelas y la belleza rotunda de sus monumentos. La palma se la lleva el barrio de Santa Cruz. No en vano, este antiguo gueto judío cobija las joyas arquitectónicas más emblemáticas de la ciudad. La catedral gótica, con su altiva torre, la Giralda, y su luminoso patio de los Naranjos, legado de su pasado árabe, sobrecoge al viajero por la fuerza de sus formas y lo grandioso de sus dimensiones. En su interior, el recogimiento espiritual es obligado, pues, además de jolgorio, los sevillanos son un buen ejemplo de devoción religiosa. Junto a la catedral, en la Plaza del Triunfo, el viajero se topará con el Archivo de Indias, edificio que guarda la documentación relacionada con la conquista y colonización española del Nuevo Mundo, y con el Real Alcázar. Residencia de reyes durante siglos, este impresionante complejo palaciego aúna hermosos ejemplos de arte mudéjar, como la fachada del palacio de Pedro I el Cruel, con amplios jardines donde resulta una delicia reposar del bullicio y del ajetreo de la urbe. Pasos más allá, subiendo por la calle Mateos Gago, se extiende un laberinto de callejuelas y patios encalados de coloridas flores que reflejan la cara más romántica de la vieja Sevilla. Y la más viva, pues en cada esquina el viajero podrá encontrar un pequeño bar en el que «practicar» el afamado «deporte» del tapeo, toda una institución en la ciudad. La plaza de Santa Cruz puede ser un rincón idóneo para sentarse en una terraza y llevarse a la boca lo mejor de la cocina andaluza. Con fuerzas repuestas, el camino seguirá por el callejón del Agua y la calle de la Pimienta.Un refugio verdeDe nuevo en la plaza del Triunfo, es el momento perfecto para subirse a una bicicleta –en Sevilla es uno de los medios de transporte preferidos y puede alquilarse con facilidad– y pedalear hasta el Parque de María Luisa, refugio verde de la ciudad. Si la velocidad de pedaleo lo permite, será imprescindible levantar la mirada y fijarse en la exuberante fachada del palacio de San Telmo y en el ajetreado devenir de los estudiantes en los alrededores de la Universidad –antigua fábrica de tabacos, como recuerdan sus azulejos–. Una vez en el destino, resulta una delicia pasear entre las calles arboladas del parque, dejar pasar las horas en la isleta de los patos o tumbarse a la sombra de un árbol. Después, a pocos metros, hay que contemplar la Plaza de España.El puente de San Telmo nos permitirá cruzar el río y divisar una imagen idílica de la capital: el reflejo de los tonos anaranjados del sol sobre las aguas del Guadalquivir. Y al fondo, la Torre del Oro –que de oro no tiene nada y que actualmente alberga el museo Marítimo–.La calle Betis nos sumerge en el barrio de Triana, auténtica esencia de la ciudad. Cuna de toreros, alfareros y artistas, en sus calles lo sacro y lo profano se unen hasta llegar a ser inseparables. Pero precisamente ése es el «duende» de Sevilla. Una vez que lo encuentren, no habrá más remedio que volver.
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