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«Entre la justicia y mi madre elijo a mi madre»

La Razón
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incuenta años después de que pronunciase, a los cuarenta y cuatro años, en diciembre de 1957, su discurso de recogida de un muy justo Premio Nobel de Literatura donde reafirmó su voluntad de situarse como escritor del lado de «quiénes sufren la Historia» frente a los que, obsesionados por «hacerla», no dudan en «aceptar mentira y servidumbre», Albert Camus es hoy más que nunca nuestro contemporáneo «necesario». El artista y pensador francés que tanto amó a la diáspora del exilio republicano español («no os abandonaré jamás y seré siempre fiel a vuestra causa», les dijo en enero del 58 en París a los exiliados españoles, tras dedicarles, emocionado, su Nobel), se sublevó muy pronto, en plena guerra fría y a un precio personal e intelectual altísimo, tras la publicación de su lúcida y valiente «El hombre rebelde» (Alianza Editorial), contra ese cínico «el fin justifica los medios» de la sangre derramada por millones en el siglo XX. Escribió en este mismo texto –que le costó tantas «excomuniones» de íntimos, como Jeanson y Sartre, además de la de la izquierda estalinista–, analizador de las raigambres de los totalitarismos prohijados por el leninismo utópico, que «no hay sabiduría cómoda».

 

Interminable violencia

Acosado, íntima y públicamente, por el drama de su Argelia natal sumida en la escalada de una interminable violencia que se prolonga hasta nuestros días, el autor de «Calígula» y de «La peste» le respondería días más tarde, tras una conferencia en Uppsala, a un periodista que requería sus opiniones sobre el conflicto, un críptico, pero sutil y contundente: «Yo defiendo a la justicia, pero entre la justicia y mi madre, prefiero a mi madre». Ese mismo año de 1957 había escrito sus «reflexiones sobre la guillotina», vibrante alegato contra la pena de muerte… Un texto que reenvía al lector camusiano a la extraña atmósfera del alegórico proceso instruido en la segunda parte de la brillantísima «El extranjero» contra su antihéroe narrador Meursault, de nombre simbólico. Procedimiento en que apenas si se mienta el crimen del acusado, donde los poderes establecidos «prejuzgan», en cambio, su aparente indiferencia frente a la muerte de la madre…

La Madre. Una figura que simboliza, en el «solar» y vertiginoso imaginario camusiano, «universales» luces de un muy físico amor a la vida frente a la angustia de la exclusión, al triunfante y oscurantista «Viva la muerte» y, hay que repetirlo en estas horas de nuevos llamamientos planetarios o localistas, a lo «étnico» e «identitario», espacios abiertos de ilustración.

 

El dolor de la II República

Hijo de una idolatrada y desdichada madre española, como recuerda Javier Figuero en su libro «Albert Camus, exaltación de España» (Planeta) –obra que recorre la intensa relación, amorosa y cultural, del escritor con la democrática España del dolor que en su exilio lo presintió abiertamente «quijotesco» y lo asumió, en palabras de Madariaga, como a «uno de los nuestros»–, el escritor, nacido en una abigarrada África del Norte, jamás quiso asumir que la descolonización de su tierra natal entrañase el sangriento rechazo de lo «europeo» en provecho de lo exclusivamente «musulmán» del nuevo proyecto FLN.

Escritor francés «universal» de orígenes varios mediterráneos, Camus reivindicó y apeló a «todas» sus raíces de «francofonía», a su abierta y nunca excluyente experiencia de resistente antinazi de primera hora y a su memoria infantil de criatura pobre sobre quien la luz argelina «esparcía sus riquezas», en un intento, tan visionario como desgraciadamente prematuro por lo que se refiere al contexto histórico, de «aunar» futuras libertades comunes en la ancestral tierra de «todos» frente a la brutal cerrazón cultural y los «métodos» de unos luchadores anticolonialistas que perdieron su «razón» al elegir el terrorismo como argumento estratégico de su independentismo.

Camus, al revés que otros intelectuales franceses de esa izquierda de la que siempre se reclamó, vislumbró pronto, a las puertas de los compromisos del «momento», una catástrofe duradera… Una catástrofe «moral». Mauriac lo definió como hombre de «conciencia» en el momento en que embajadores franquistas en Europa (los mismos que arremetieron, contra el poeta exiliado Juan Ramón Jiménez) lo insultaban con estulticia y despecho…

No eran los únicos. La prensa comunista no olvidaba su apoyo a la campaña de denuncia del «Gulag» propiciada por el izquierdista David Rousset y lo «defenestró» a gusto. Y es que en el fondo, Albert Camus o su gran amor, la actriz francesa María Casares, hija del desdichado republicano Casares Quiroga a quien el odio franquista trató de borrar hasta de los registros natalicios gallegos, siempre estuvo «incómodamente» solo. Ha encarnado como pocos la «condición humana» del inhumano siglo XX. Pero, como le ocurre a muchos grandes, su soledad luminosa, que no «iluminada», es hoy compañía fundamental.