Grupos
Era tan joven la muerte (V)
Hay americanos que se horrorizan de que en sus museos populares la pieza más antigua sea el conserje
Aunque las cosas no ocurren como en el cine de Capra, lo cierto es que todavía persiste en la vida americana una genérica ingenuidad colectiva que sorprende al forastero. Si alguien prospera, a nadie le molesta reconocerle su valía o su esfuerzo, y si fracasa, no le negarán su apoyo pero tampoco se ahorrarán los correspondientes reproches. Tu vida es cosa tuya, igual que tus fracasos, pero no les gusta que, si se trata de una negligencia o de un capricho, tu soberbia y tu independencia, además de un disgusto, les cuesten dinero. Por eso los norteamericanos que conozco entienden mal la gratuita inutilidad de los esfuerzos europeos. Entre las clases acomodadas de las grandes ciudades y en los ambientes intelectuales es evidente la fascinación que sobre ellos ejerce Europa, aunque se trata de una devoción curiosa más que de una verdadera tentación. Les atrae sobre todo el abolengo de las familias, el rancio deje aristocrático de la nobleza venida a menos y esa sensación bastante turística de que hay una Europa serena y albigense que produce pensamientos, y otra, sureña y hormonal, cuya mayor conquista intelectual es el quebradero de cabeza. Conozco a muchos americanos que, como la corista Terry Shelton, tienen cierto complejo de pertenecer a un país con poco poso histórico y se horrorizan de que en sus museos populares la pieza más antigua sea el conserje. Ellos inventaron el teléfono y la luz eléctrica, pero son incapaces de crear algo inútil que al mismo tiempo resulte insustituible, por ejemplo, el descanso, la siesta, la indolencia. Desconocen el placer del almuerzo y la sobremesa dura aquí el tiempo que tardan los comensales en arrepentirse de haberse sentado a comer en un país en el que incluso está mal visto morir en cama. Que coman constantemente y en cualquier lugar no se debe al apetito, sino a la ansiedad, de modo que, paradójicamente, engordan por exceso de ajetreo. Durante un paseo de madrugada me dijo Ernie Loquasto: «Fíjate en sus basuras y en las nuestras, hijo. Sus desperdicios no huelen, ni manchan. Nuestras basuras están siempre llenas de perros; en las basuras de los norteamericanos, muchacho, sólo tiene algo de sangre el periódico de ayer». Ernie tenía razón. Yo creo que esos perros sin hocico de las buenas familias de Manhattan aprenden a ladrar por catálogo.
✕
Accede a tu cuenta para comentar