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Escalofrío de seda (V)
Hice lo que pude dándole aquellos consejos que de todos modos supongo que no le sirvieron de mucho, si es que le sirvieron de algo. Angela White tendría que cambiar de vida, renunciar a los placeres y a las esperanzas y comprender que en lo sucesivo no recibiría una sola palabra de aliento que no fuese la tapadera de la compasión. Probablemente se vería obligada a desandar el camino hasta encontrarse de nuevo con su madre en el punto de partida, resignada a llevar una vida provinciana en uno de esos pueblos en los que da la impresión de que únicamente prosperan la mediocridad, el polvo y el olvido. Por lo que a mí respecta, reconozco que atravesaba momentos de indolencia e hice poco por ayudarla. Incluso creo que ni se me pasó por la cabeza intentarlo. No fui el único indiferente. Que yo recuerde, sólo el detective Fuller dedicó algún tiempo a darle ánimos, aunque sabía por experiencia que el suyo sería un esfuerzo baldío. «Desarrollarás otras cualidades –le dijo– como hicieron muchas en las mismas circunstancias. Saldrás adelante aun a pesar de que pudieses resistirte a mejorar. Sólo tienes que adaptar tus planes a tus posibilidades. Tarde o temprano aparecerá en tu vida un hombre que te ayude a olvidar a Nicky Strassera. Entonces descubrirás el placer de la mediocridad. Te adaptarás tan pronto en tu cabeza crezca de nuevo esa maldita pierna. Será lejos de aquí, en otro ambiente y con otra gente, al lado de un hombre en el que lo más complicado sea el nudo de su corbata. Sentirás nostalgia, no lo dudo, pero no te importará reconocer que en tu vida este lugar fue apenas un maldito instante equivocado. Una noche te dije que la vida puede ser hermosa con un delantal y algo de luz en la cocina. Ya sé que aspirabas a otra cosa, pero, créeme: «A la mayoría de las mujeres que conocí en este ambiente tener dos piernas sólo les sirvió para darse más prisa al retroceder». Angela guardó un breve silencio y preguntó: «¿Y no es eso un fracaso?». Fuller evitó la cortesía: «El almanaque causa más estragos que la carretera... y llegado el momento del declive, ni siquiera Zsa Zsa Gabor recuerda haber sentido entre los brazos de un hombre un sincero escalofrío de seda».
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