Crítica de libros

Ilustrados

La Razón
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¿Cómo puede ser que, a medida que me hago mayor, sienta cada vez más simpatía por los ilustrados? Se supone que yo, al ser rockero, debería admirar las fuerzas de la pasión irracional, pensar que en ellas se haya la verdad y lo mejor y más auténtico del ser humano. Y mucho de cierto hay en ello. Porque, si bien la razón es casi siempre lo que le evita al ser humano que muera, son las pasiones indudablemente las que lo hacen vivir. Ahora bien, una vez aparecidas, reconocidas y centradas las pasiones particulares y singulares de cada caso, no está nada mal usar la razón para colocarlas en su marco adecuado, tanto individual como socialmente. Puestas así, las cosas discurren de una manera mucho más agradable y menos eléctrica en lo que a relaciones humanas, controversias y pactos se refiere. El romanticismo, con franqueza, me parece cada día más que sólo queda bien en las novelas. En la realidad, los hechos nunca hacen nada por dejar al romanticismo en buen lugar. Las catástrofes naturales, los cataclismos se comportan con una monotonía indiferente, con una sosería notable, nada romántica. Que una cosa sólo tenga cuerpo de una manera completa en la novelería es algo que hace pensar.
No soporto particularmente el romanticismo en política. El romanticismo en política sólo se lo pueden permitir los niños bien. La política es el arte de decir esto: hay muchas cosas que hacer y no hay dinero para todo, vamos a ver en qué lo gastamos primero para que todo vaya lo mejor posible. En esa labor tan prosaica el romanticismo es letal. Cuando lo presencio, mis sentimientos al respecto hacen una curva ascendente hacia la furia, la ferocidad, el pánico, hasta llegar al clímax y bajar luego, como en el caso de todos los ciudadanos que se vieron gobernados alguna vez por Maragall, hasta la inconsciencia indolora.