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La gata sobre el tejado de zinc

La Razón
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Mi primer contacto con Tennessee Williams se produjo a través del cine. Era yo un adolescente y fui a ver «La gata sobre el tejado de zinc» en versión Newman-Taylor. Quedé impresionado por la obra y todavía más por un final que me pareció feliz y esperanzado. Hollywood en ocasiones te engaña así. Volví a la obra de Williams unos años después y en inglés y lo que encontré me sobrecogió hasta tal punto que cada vez que he regresado a «La gata…» no he dejado de sentirme impresionado. La gata es Maggie, la mujer de Brick, un antiguo jugador que experimentó un episodio turbio con un amigo homosexual y que sigue culpando a Maggie del destino trágico sufrido por éste. Lo hace hundiéndose en el alcohol y en el distanciamiento conyugal. En medio de esa vorágine, su hermano, casado con una insoportable coneja madre de infinidad de niños cuellicortos, maniobra hipócritamente para hacerse con la herencia paterna. Pero ni el padre de Brick tiene intención de morirse ni renuncia a recibir la noticia de un nieto, hijo de Maggie, que garantice la continuidad de la fortuna. Y Maggie tiene que intentar detener las ofensivas de los cuñados a la vez que procura sacar a su marido de un abismo de whisky y, como dice Brick, de «mendacidad». Pocas veces ha quedado mejor retratado el drama de las familias separadas por la codicia, de los seres humanos desfondados en el alcohol y de la mujer que insiste en evitar que todo se desplome sobre su cabeza porque sigue siendo capaz de amar y de luchar por lo que ama. El final de «La gata…» fue concebido por Williams de manera diferente a como lo retrató el cine. No creo que se pueda hablar de una conclusión peor. Más bien lo contrario. Y es que como decía Benavente, cuando se lleva una obra al cine, en realidad, al autor no le pagan derechos sino una indemnización por los destrozos perpetrados.