Japón
Locos por el ruido: cuando los decibelios son un arma letal
Durante más de un año, José Antonio Muñoz mantuvo una relación de amor y odio con su cama. La adoraba durante el día, cuando iba tachando los segundos que le quedaban para acurrucarse entre las sábanas. Y la detestaba en cuanto se ponía el pijama y apagaba la luz de la mesilla. Porque en ese mismo instante comenzaba su calvario de cada noche. El estruendo del pub de abajo se colaba por todas las rendijas de su apartamento. Se oía todo: la música a todo trapo, los aullidos de los borrachos, incluso el traqueteo de la tapa del retrete. Era como si alguien hubiera instalado su cama junto a la barra del «Donegal». Y, mientras, él seguía ahí postrado, comiendo techo y fantaseando con la motosierra que guarda en su casa de fin de semana. «Si llego a tenerla a mano, la matanza de Texas se habría quedado pequeña», asegura. Empachado de «lexatines» Ya han pasado casi tres años desde aquel horror y José Antonio se enorgullece de haber reprimido su instinto criminal. «Encima, habría quedado como un loco», argumenta. En vez de liarse a mamporrazos, recurrió a los tribunales y, tras infinitos papeleos, esta semana obtuvo su recompensa: una sentencia pionera en la lucha contra la contaminación acústica. Por primera vez, un tribunal ha tipificado como un delito de lesiones los daños que provoca el ruido. Así, la dueña del Donegal, María del Carmen Ahijado, recibió una condena de cinco años y medio de cárcel por el empacho de «lexatines» al que sometió a esta familia del Raval durante 13 meses. Poco a poco, los jueces van estrechando el cerco sobre los ruidosos. Las condenas son cada vez más estrictas: antes del «caso Donegal», al menos dos dueños de bares pasaron por la cárcel por contaminación acústica. De hecho, algunos creen que la cacería ha llegado demasiado lejos: ¿es sensato que hacer ruido esté más penado que herir a alguien con una navaja? Mientras, las víctimas denuncian que la mayoría de los infractores se sigue saliendo con la suya. «El ruido es como una pistola que, en vez de balas, lanza decibelios», se queja Lluís Gallardo, presidente de Juristas contra el Ruido. Los campeones del ruido Todos los estudios coinciden en que España es el país más ruidoso de Europa y el segundo del mundo, después de Japón. Se calcula que 13 millones de personas sufren contaminación acústica en sus hogares. Y este eterno runrún tiene funestas consecuencias para la salud: el 25 por ciento sufre estrés y ansiedad por culpa del ruido, según un informe del Colegio Oficial de Ingenieros Técnicos de Telecomunicación (Coitt). En muchos casos, el estruendo se sobrelleva con paciencia, resignación y unos buenos tapones. Sin embargo, muchos no digieren la situación y acaban enfermando. Es el caso de Hilaria González, una tinerfeña que arrastra un lustro de noches en vela por la afición de su vecino a la música a todo volumen. De ahí que su parte médico sea digno de un soldado recién llegado del frente: vómitos, cefaleas, hemorragias, fotofobia, ansiedad, depresión... «Mi médico insiste en darme la baja porque no estoy en condiciones de trabajar», asegura. «Antes era una persona dinámica y ahora no puedo levantarme de la cama». En estas situaciones, muchas víctimas buscan el amparo de la Justicia. Sin embargo, la complejidad de la normativa sobre ruidos desalienta incluso a los más tozudos. Por ejemplo, la Ley del Ruido de 2003 no cubre las molestias del ocio nocturno, pese a que es la principal causa de denuncias: el 37 por ciento, según el INE. En estos casos, lo que queda es un bizantino popurrí de ordenanzas municipales y decretos autonómicos cuya aplicación resulta tan compleja como imprevisible. «La gente acaba desquiciada», asegura Jorge Pinedo Hay, un abogado especializado en esta materia: «Una vez, tuve un cliente que entregó su escopeta de caza a la Guardia Civil porque tenía miedo de sus actos si se pasaba otra noche en vela». En manos de quijotes Así, la guerra contra la contaminación acústica está en manos del ramillete de quijotes que se embarran en costosísimas demandas que, si salen bien, acaban sentando jurisprudencia. Jerónimo Segura, por ejemplo, tardó tres años en obtener la primera sentencia firme con pena de cárcel por ruido para el dueño del restaurante El Portet de Barcelona. Fue un logro histórico que, sin embargo, le costó su salud mental: con cada denuncia , el restaurador extremaba sus tácticas. «Hubo días que abría el local a las cinco de la mañana y se ponía a taladrar las paredes para fastidiarnos», recuerda. Si en algo coinciden todas las víctimas es en que nos encontramos ante una táctica de tortura de lo más sutil. El ruido no se ve ni se toca, pero sus efectos son perfectamente tangibles: la mayoría de los afectados depende de las pastillas para su vida diaria incluso años después de deshacerse de sus detestados vecinos. Y la condena contra la dueña del Donegal apuntala sus tesis. «Recordemos que [el ruido] se ha usado como método de tortura y hasta para conseguir el enloquecimiento de las personas», argumentó el tribunal en su sentencia. Sin embargo, no resulta tan evidente que enchironar a los ruidosos sea una pena proporcionada. En ocasiones, ni los propios afectados apoyan estas condenas, como ocurrió con el dueño de El Portet. El tribunal consultó a las víctimas sobre qué castigo debía imponer y su respuesta fue clara: que clausurasen el local y le metiesen un multón, pero que no le mandaran a la cárcel. Aun así, el condenado ingresó en prisión en octubre y, según Lluís Gallardo, podría seguir entre rejas hasta el verano. «A mí me destrozó la vida y mi mujer sigue yendo al psiquiatra, pero no queríamos que su familia pagase por sus actos», argumenta Jerónimo Segura. Otros van más allá y denuncian que los empresarios del sector del ocio sufren un acoso injustificado. Según José Serra Catalán, abogado del Donegal, las víctimas «exageran» su sufrimiento para conseguir la clausura de locales que no les agradan. «Las penas son excesivas», argumenta. «Hay delitos que generan más alarma social y los tribunales no actúan», asegura. Sectores con bula También se quejan del «agravio comparativo» que sufren los bares. Según el Coitt, el tráfico y las obras son las fuentes de ruido que más molestan a los españoles. «Sin embargo, las condenas siempre nos tocan a nosotros: parece que los otros sectores tienen bula», se queja Javier Urbasos, presidente del Gremio de Empresarios de Salones de Fiesta de Barcelona. En su piso del Raval, José Antonio Muñoz se indigna cuando le dicen que no exagere, que no hay estruendo que no se tolere con un par de tapones. «El ruido es una tortura milenaria», responde. «Siempre se ha usado para doblegar a los prisioneros. Y la sentencia avala que los daños son reales». Además, niega que se trate de una debilidad personal: su familia al completo también acabó en el psiquiatra por culpa del Donegal. En mayo se cumplen tres años del cierre del pub, pero aún arrastra las secuelas de su odisea. Tiene auténtica fobia al ruido: cuando oye un taladro, se le acelera el pulso y se obsesiona con que no va a dormir. Y sólo es capaz de tolerar el trauma gracias a las pastillas. «No me alegra que nadie vaya a la cárcel, pero los jueces querían una sentencia ejemplar y yo les apoyo: a ver si la gente entiende que puedes matar a alguien con unos decibelios de más», concluye.
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