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Los que madrugan

La Razón
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«El espectáculo de las flores del cerezo en la primavera -escribe Simone Weil- no llegaría al corazón, como lo hace, si su fragilidad no fuese tan obvia. En general, una condición de la extrema belleza es la de estar casi ausente, o por la distancia, o por la fragilidad. Los astros son inmutables, pero están muy lejanos; las flores blancas están ahí, pero ya casi destruidas». Y es bien cierto. Otro tanto ocurre con las flores del almendro, y quizás de modo más agudizado aún, porque el almendro se atreve a florecer incluso en geografías para él hostiles. En los antiguos lenguajes primigenios, la palabra que nombra al almendro significa «el primero que se levanta» o «el que madruga»; y en verdad que, incluso en aquellas hostiles geografías donde digo que el almendro se atreve a florecer, lo hace bien madrugadoramente, cuando todavía la noche deja un relente muy profundo, la escarcha sus cristales, y el hielo sigue ahí amenazante, porque ni siquiera ha pasado el invierno astronómico. Pero, con que febrero tenga algunos días apacibles, el almendro se viste de su delicado y admirable blancor. Sus flores, que son, desde luego, mucho más delgadas y quebradizas que las del cerezo, parecen hechas de blonda, y a lo lejos ofrecen la imagen de una neblina, mientras que las de los cerezos ofrendan un blancor más consistente, como el de un lienzo tendido. O nieve. Pero lo que iba a decir era que ese atrevimiento u osadía del almendro, al florecer, se parece como pocas cosas a nuestras humanas esperanzas. Cada año, el almendro se levanta de nuevo, y los primeros cucos, que aparecen como inspectores para dar aviso luego, muchas veces, ya no encuentran esas flores sino como ceniza amarillenta al pie de los árboles, porque el hielo las ha chamuscado por la noche. Pero quizás son las raíces del almendro las que se nutren de una esperanza indestructible, como la de los humanos. Según una de las tradiciones del mito de Pandora, la esperanza fue el único bien que aquélla pudo conservar en su jarra; según Hesíodo, la esperanza sería un mal. Nuestras esperanzas, en efecto, renacen siempre, y no las matan no la experiencia de tantos finales amargos como las almendras, que tienen la forma de los ojos egipcios o etíopes, y son un fruto duro y amargo. Pero ese amargor no es el del acíbar, y entrega su contraste en muchos dulces, y este fruto de la almendra produce igualmente aceite como bálsamo. Y, en una almendra o «mandorla», encerraron el pintor y el escultor románicos la figura del Pantocrátor o Señor de todas las cosas y del mundo. La floración de los cerezos ocupó durante milenios los instantes más esperanzados y risueños, de la vida de los japoneses que, como todos los orientales, están más cercanos y son más sensibles y receptivos a la naturaleza y a las cosas, a lo que tienen que decir, que como lo son nuestra existencia y cultura occidentales. La poesía japonesa está llena de flores de cerezo, a cuya floración se hacían peregrinaciones admirativas y devotas. Chieko la protagonista de «Kyôto», de Yasunari Kawabata, una muchacha todavía, hace el voto de ir, y va, a ver la floración de los cerezos al santuario sinthô de Heian Jingu: «Los botones púrpura de los cerezos llorones que invaden el jardín son los más hermosos», porque tienen una mancha roja, un poco más viva de color que el rosáceo de la flor del almendro, y ese enrojecimiento en la naturaleza es siempre un anuncio de la vida. Aunque ésta dure el tiempo de un suspiro. Pero ya no tenemos estas seguridades, ni sabemos tales secretos. Aunque, desde luego, también ahora los almendros y cerezos florecen bajo nuestra ventana para consolarnos con su blancura, y para recordarnos que nosotros somos igualmente frágiles y flor de un día, y que alguna admiración y respeto nos debemos los unos a los otros. Antes de que anochezca para todos, y hiele.