Londres
«Los toros de casi siempre» por Sabino Méndez
«No creo en el derramamiento de sangre como espectáculo, ni como método de conocimiento artístico, pero el valor de esos maestros, callados y refunfuñones no es ninguna rabieta o broma. Frascuelo se permitía ser arrogante hasta con los reyes».
las viscosas y escurridizas relaciones entre arte y moral presentan tantas contradicciones y aporías que ningún teórico, predicador o artista ha conseguido arrojar luz definitiva sobre el asunto. Si uno procede, como un servidor, del mundo rompedor y contestón del rock, es probable que sea un total ignorante en los vericuetos de asuntos taurinos; ahora bien, no por ello dejará de detectar la indudable vertiente artística del fenómeno. Ya sabemos que, donde hay estética, tarde o temprano acaba haciendo acto de presencia la ética y afecta a todos los espectadores, sean expertos o legos.Desde mi desconocimiento, la fiesta de los toros me ha parecido siempre tan sólo una manera artística, exagerada y algo brutal de estropear colosalmente la ropa. Sin embargo, los aficionados a la fiesta me han hecho observar ciertos detalles. Por ejemplo, que la tauromaquia no es tan sólo esas cinco de la tarde de la fiesta concreta, sino todas aquellas cosas que se han ido depositando sobre ella por tradición y que, al final, conlleva. Es la frescura de la recepción de la primavera para la feria de San Isidro tanto como, para el color peculiar de la Maestranza, ese sonido perezoso del calor sevillano. También arrastra y conlleva momentos decisivos, donde la polémica y la discusión se sitúan casi en un terreno moral. Sobre temas similares intentaba ilustrarnos el escritor francés Michel Leiris en su famoso texto sobre la escritura entendida como una tauromaquia, texto que todo escritor joven ha leído en algún momento.Dice que no hay buena escritura sin riesgo, sin jugársela, sin escribir tu verdad y luego que venga lo que haya de venir, sea la venganza, el apaleamiento, la persecución o el rechazo de tus contemporáneos. Es saber si vas en serio o no, con la escritura y contigo mismo; además de, por supuesto, juzgar y ser juzgado por ello. En la tauromaquia reciente, se ha abierto un debate parecido a través de conductas concretas, de acciones y hechos. En contra de lo que se cree por las habladurías que ha desatado, ese debate es muy positivo para la fiesta, ya que la coloca en un plano intelectual que, mira por dónde, es el que precisamente más le conviene para tener futuro. Unos maestros han reprochado a otros sus formas y lo han hecho de la manera más honrada posible, por la vía de la acción. El nivel de riesgo que se ha asumido en algunos casos ha sido escalofriante. ¿Fanatismo suicida o exigencia profesional? Ahí está el debate y como siempre, tratándose de humanos, lo que ha puesto de relieve es que, pese a los tiempos de igualitarismo, aún sigue habiendo clases. Y eso es lo que le fascinaba a Leiris de la tauromaquia por comparación con la escritura. Cuando nos ponemos a hablar de riesgo, de riesgo real, asumido, el margen de maniobra en los toros se muestra ostensiblemente mucho más reducido que en otras disciplinas. Habrá ese margen, por supuesto, pero por el simple hecho de encerrarse en un círculo con un animal de media tonelada hasta el maestro más prudente asume un peligro cierto e incontestable. De ahí, obviamente, sólo se puede ir hacia arriba. El suelo ya está alto.No creo en el derramamiento de sangre como espectáculo, ni como método de conocimiento artístico. Pero el valor de esos maestros callados y refunfuñones no es ninguna rabieta o broma. Frascuelo se permitía ser arrogante hasta con los reyes, pero la fiesta de los toros no ha variado gran cosa en los últimos cien años. Algunas modificaciones en las banderillas y en las protecciones del caballo del picador son insuficientes para asegurar su pertinencia en la era de los saltos tecnológicos. La tauromaquia debería aceptarlos dentro de sí y cambiar algunas de sus reglas. Y eso sólo puede hacerse cuando sus propios profesionales, los más concienzudos, los más elegantes, los más valientes y los más artistas han tenido además el valor moral de abrir el debate intelectual sobre la propia fiesta y sus modos.Este año no estarán en San Isidro ni José Tomás ni Ponce, sin lugar a dudas dos de los más grandes. No estarán, qué le vamos a hacer. Deberían estar y eso es así, hay que reconocerlo, pero también hay que aceptar la otra cara: que no importa tanto. San Isidro seguirá. Los nombres de Tomás, Ponce, el de usted o el mío serán anécdota, más o menos monumental, pero anécdota. Hace ocho años en Londres una manifestación a favor de la caza del zorro congregó a medio millón de personas. Se dice pronto. Más adeptos que toda la izquierda radical y, desde luego, más fieles en una sola ciudad que todos los independentistas de cualquiera de nuestros territorios. Como decía Descartes: bueno es saber algo de las costumbres de otros pueblos para juzgar las del propio con mejor acierto.
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