Moscú
Nicolás y Carla
La belleza de Bruni la ha curado, aparentemente, de su pasado. Encaramada al Elíseo, ha quemado su álbum de andanzas para cumplir la reaccionaria exigencia que obliga a la mujer a carecer de pretéritos imperfectos y en cambio al hombre sólo le exige mantener vivo su futuro, la oportunidad de poder ser alguien algún día. Con piel y huesos de porcelana, es una muñequita de Lladró a la que la España que se trata la rutina con terapias de «¡Hola!» e «Interviú» en las peluquerías quiere, primero, sobar como se sobaría a una prima lejana y, luego, ponerla en la mesita de noche para convertirla en la diosa de los sueños. Pero lo mágico es que su visita, como ya pasó con la que realizó a la Reina de Inglaterra, incluye en el neceser un perfume de amnesia colectiva: nadie rememora su apetito sexual capaz de digerir un menú sobresaturado en amantes (roqueros, actores, hombres del poder) y parece que es ella, con su deslumbrante segundo plano, la que convirtió a Sarkozy en el líder natural de Europa. Alabé mucho a Nicolás en su día porque siendo de los bajitos -de los que con carácter general me declaro ferviente partidario- no iba subido a la acera cuando paseaba con su ex, la muy alta Cecilia. El presidente francés debe tener un conflicto sicológico no resuelto, porque, desde que está con Carla, abusa del tacón más que Antonio El Bailarín en su recordada gira por Moscú. Necesita de pedestales, de coturnos, porque sabe que las cámaras devoran por los pies a su esposa. Pero es él el que ha posibilitado esta nueva Carla de bailarinas y recepciones en palacio. Hasta que se conocieron, ella era una muchacha inquieta, arribista y hermosa que no encontraba en la guitarra los acordes que la llevaran al triunfo y naufragaba con insistencia en un mar de amor fou.
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