Estocolmo
Pienso luego estoy muerto
Hay una persistencia necrófila en la política y también en las peleas ideológicas. Como en las comedias clásicas de enrredo, el muerto siempre acaba apareciendo, aunque de él sólo queden unos cuantos huesos. Una de las disputas más largas fue por motivo de los restos de Descartes, el filósofo que dio un giro a la posición del hombre en el mundo resumida con una frase: «Cogito ergo sum». Pienso, luego existo. Arrebataba así la hegemonía al pensamiento teológico para situar la racionalidad (con el tiempo se llamaría «cartesiana») en el centro. Cayó enfermo por el crudo frío del amanecer de Estocolmo: le daba clases de matemáticas a una princesa a primeras horas del día porque era el momento en el que la mente estaba más despejada. La racionalidad... Murió en Estocolmo en el invierno de 1650 y dieciséis años después en embajador francés buscó sus restos y los trasladó a su país. A lo largo de 350 años, sus huesos fueron de un lugar para otro sin encontrar descanso. Reyes, poetas, militares, científicos, más filósofos... estuvieron implicados en este trasiego inhumano, y nunca mejor dicho, hasta que su cráneo acabó expuesto en el Museo de las Ciencias de París. Todo esto lo cuenta Russell Shorto en un apasionante libro, «Los huesos de Descartes» (Duomo), la aventura del pensamiento moderno a través de un muerto.
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