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Quinquis

La Razón
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Recuerdo aquella época y esas calles. Eloy de la Iglesia y Juan Antonio de la Loma conquistaban las taquillas gracias a la gente que necesitaba retroalimentar su miedo con esos jóvenes delincuentes de navaja y pulso frágil por culpa de la droga. Algunos no necesitábamos ir al cine para que nos contasen aquella película. Entonces, Carabanchel, Vallecas, San Blas eran barrios con regusto marginal pespunteados por poblados chabolistas y chicos que, a falta de presumir de notas, se pavoneaban de hurtos varios mientras pisaban el acelerador de algún Seat 127 o un Talbot Horizon que habían cogido «prestado» y que terminaba en un descampado. A veces compraban periódicos por verse en los «papeles» o encontrar a algún conocido. No es que pasaran de la política, es que la política les pasaba por encima. Es difícil olvidarse de las tardes de domingo cuando en los barrios había cines. El Florida de Carabanchel no conoció mejores sesiones que cuando exhibió «Los últimos golpes del Torete» y «Colegas». Mientras se hacían los chulitos caneándonos a los pequeños, cuántas gafas se echaron a perder en aquellas colas de la sesión de las siete, no ocultaban que ellos lo que querían ser de mayores era «El Torete» o «El Vaquilla». ¿Qué más se podía pedir? Se vacilaba a la policía y se ligaba un montón. Estaban en ello, aunque se les iba la fuerza por la boca. Pocos años después, reaparecían desdentados y temblorosos. La heroína... la misma que regalaban a la salida de los institutos y en los billares. Devoró a una generación. Ahora, una exposición en Barcelona habla de aquellos quinquis que se consumieron tan rápido como la heroína en la cuchara. Se les reconvirtió en un espectáculo de masas del que han sobrevivido unos pocos. Esos, por vivir para contarlo, sí que son legendarios.