Francia
Sarkozy en Letrán
En San Juan de Letrán, y ante una audiencia, sin duda intimidante, de cardenales romanos, el 20 de diciembre, el presidente de la laica República francesa tomaba posesión del puesto de canónigo de honor, que corresponde al jefe del Estado francés desde Enrique IV. Por la mañana, había llevado como regalo al Papa dos ediciones originales de Georges Bernanos. Y con Georges Bernanos cerró esa noche su discurso: «El optimismo es una falsa esperanza para uso de cobardes. La esperanza es una virtud, una determinación heroica del alma. La más alta forma de la esperanza es la desesperación superada».
El recurso al «optimismo» –o a su simétrico, el «pesimismo»– es un engaño retórico muy eficaz. Tras el cual no hay más propósito que el de obtener beneficio por parte de quien lo exhibe. En rigor, «optimismo» como «pesimismo» son vocablos que enmascaran la inmoralidad básica, aquella que rige el despliegue de todas las otras: suprimir lo real en beneficio de una fantasía impuesta; artesanía política de la servidumbre.
Claro que el católico Bernanos sabe –y lo sabe el Presidente laico que lo cita– cómo la «virtud» de la esperanza lo es teologal y ningún lugar conceptual tiene fuera de la fe. De ahí que cierre su fórmula con el paradójico «la forma más alta de esperanza, es la desesperación superada» que es el modo en el cual el pensador creyente se abre a la universalidad de una condición humana cuyo único modo de plantar cara al futuro sin mentir ni hacer retórica es aquella que un fresco de Mantegna en la Villa d'Este exhibe como lema de la estirpe que habitó el palacio: «Nec spe, nec metu», sin esperanza ni miedo. Los clásicos que fundaron el pensamiento moral y político moderno, entre el inicio del siglo XVI y el último tercio del siglo XVII, completarían la plenitud canónica del concepto: ni esperanza ni miedo; en su lugar, sólo «intelligere», conocimiento sólo. No hay más apuesta moral que esa. Ni hay más política digna que la que sobre ese postulado moral alza su rigor frío y su riesgo.
Cuatro años casi ya de soportar en España el mantra empalagoso del discurso «optimista» en cada sonriente vaciedad del jefe de Gobierno más incompetente –y, con alta verosimilitud, más inculto– de Europa, me hacen hoy leer el discurso del presidente francés con, más que admiración, envidia. Porque, ante los príncipes de la Iglesia congregados en la basílica lateranense, lo que Sarkozy está evocando es precisamente la fuerza moral básica de la laicidad republicana: «Asumir las raíces cristianas de Francia y valorizarlas al mismo tiempo que defendemos una laicidad que ha alcanzado su madurez». Ni optimismos ni infantiles naderías. Constancia de que, frente a la oscuridad del futuro, laicos como creyentes tienen una misma herencia que defender: el prodigio que los griegos nos legaron. Y que es tan de los creyentes lectores de San Agustín, cuanto de los, como yo, ateos lectores de Agustín de Hipona. Ese prodigio: la razón. Griega. Distante, seca y libre.
La laicidad es esto. El creyente Bernanos dando fórmula a su común moral con el ateo: combatir por la razón. Desesperadamente.
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