Artistas
soñar dormir morir
Si la forma de morir de alguien célebre es singular, la tinta corre a chorros. La semana pasada apareció Kung Fu ahorcado en el armario de un hotel. Se dice que se le fue la mano a la hora de conseguir un plus de placer en un arrebato de sexo solitario, y que se fue al otro mundo en el intento. En la historia tenemos muchas muertes peculiares, románticas, hasta, si me permiten, llenas de arte y, también, macabras: la de Emilio Salgari, que padeció una angustiosa agonía intentando degollarse o la de Gabriel Ferrater, atándose una bolsa de plástico a la cabeza. Hemingway se disparó un tiro en la boca, y Jack London y Alejandra Pizarnik se aplicaron, por separado, claro, una sobredosis de morfina. Y digo por separado porque hubo muertes muy románticas como la del filósofo André Goz, que se mató junto a su mujer Dorine, porque ninguno quería sobrevivir al otro; lo mismo que el escritor Arthur Koestler y su mujer Cyntia, que se envenenaron con barbitúricos y también su colega Stefan Zweig, que apareció muerto al lado de su muy amada Lotte, quien reposaba sobre su hombro y le abrazaba con su mano izquierda, uniéndose así en una felicidad eterna. Podríamos continuar con múltiples ejemplos, pero dicen que cuando se publica la noticia de un suicidio, se produce un efecto mimético que desencadena otros más. Ojalá no sea así en este caso, y el de David Carradine no quede fijado en la mente de nadie para imitarlo.
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