Historia

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Una batalla sobre el tablero

El conflicto bélico que vivió España se libra ahora con dados, cartas y fichas de cartón. Sobre el tablero, los dos bandos luchan por sus posiciones.

La Razón
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Los nacionales acaban de conquistar Málaga y mi contrincante, Jorge Llopis, no en vano catalán de Barcelona, se ha encelado con Zaragoza. Tiene superioridad numérica. Pero, ¡zas!, sale la carta de «Revuelta en Barcelona» que dice: «Enfrentamientos entre comunistas y anarquistas. El jugador republicano debe eliminar tres unidades de milicianos a su elección». Y, además, la ofensiva sobre Aragón está al mando del «general» Durruti, que, según las instrucciones, resta un punto al esfuerzo de guerra de las milicias. Jorge, tozudo, prefiere debilitar el frente sur y mantenerse sobre Zaragoza. Error. En este juego, no existen los accidentes geográficos. Todo discurre por una fantástica llanura que se diría cruzada de anchas y rectas autopistas. Ha desaparecido por arte de magia el fastidioso sistema Penibético. Málaga-Valencia es un paseo. Así que basta con desplazar un par de unidades de la Legión y otra de regulares, apoyarlas con una ficha de aviación, otra de tanquetas y con el general Varela, que ni resta, ni suma puntos; y los nacionales se plantan en Valencia. Golpe mortal en plena retaguardia. Contamos los puntos de «ciudades objetivo» y victoria: «Cautivo y desarmado el ejército rojo, las tropas nacionales han alcanzado sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado».

 

Como la de verdad

Mi contrincante no objeta. Como en la guerra de verdad, la que se libró hace setenta años, la clave estaba en el sur; en impedir a toda costa el paso de las tropas africanas de Francisco Franco a la Península. Y eso que Antonio Catalán, el diseñador del juego, te da una pista: en la jugada de salida pone a su mejor general, Vicente Rojo, en el cajetín de Ciudad Real; a tiro de piedra de Córdoba y Sevilla. Una presión decidida, sostenida sobre el Estrecho y «Desarmadas y cautivas las fuerzas fascistas, el Ejército de la República ha conquistado los últimos objetivos. La guerra ha terminado».

No parece lógico, en estos tiempos de revolución informática, lanzar al mercado un juego de los de siempre, con cartas, dados y fichas de cartón; pero hay todo un mundo de aficionados a estos pasatiempos, llamados «juegos de estrategia», que se integran en múltiples clubes repartidos por toda España. Allí, sobre el tablero, se disputan una y mil veces la batalla de Waterloo, la defensa de Moscú en 1941, se recrea la fuga de una prisión nazi o se libra una Tercera Guerra Mundial, que se pensó a lo grande, con miles de divisiones chocando en los campos de Europa Central, en las montañas de Mongolia y en los desiertos de Oriente Medio; mientras la realidad demostraba que la mejor opción era, simplemente, obligar al enemigo comunista a elegir entre comprar cañones o mantequilla.

Tampoco son novedad los «wargames» inspirados en la Guerra Civil española. La mayoría son de origen anglosajón, algunos con nombres tan peregrinos como «Mamanachos», aunque, a mediados de los años 80, la desaparecida editorial NAC, «Nike and Cooper Española S.A», lanzó al mercado su «España en Llamas», con un mapa de rejilla hexagonal y con la clásica disposición de unidades militares con valores asignados de «combate», «defensa», «movimiento» y «desplazamiento» que permitían recrear batallas y, por ejemplo, ganar en Brunete o perder en Guadalajara. La firma NAC «españolizó» este tipo de pasatiempos, con ediciones como «Trafalgar», ideal para desquitarse de Nelson; «Gibraltar», en el que indefectiblemente ganaba el jugador «inglés»; «La Legión», donde los marroquíes siempre acababan amenazando Melilla, o «Bailén», que solía terminar en un enfrentamiento lineal y sin gracia. Sin embargo, el juego de Antonio Catalán, «España 1936», editado por «Devir Iberia S.L:», huye deliberadamente de la prolijidad de los «wargames» clásicos, con sus complicadas instrucciones, que a fuerza de buscar un realismo imposible convertían las partidas en jornadas interminables. Juego que exigía del aficionado el uso de regla y cartabón, incluso de escalímetro, para determinar si una curva de nivel pintada sobre el mapa, ocultaba, o no, de las vistas del «enemigo». Un ejercicio de precisión harto difícil a las dos de la mañana. Por no hablar de algunas normas que tienen en cuenta hasta los milímetros de blindaje de un determinado carro de combate.

 

Ceder a los tópicos

«España 1936», por el contrario, prima la toma de decisiones y simplifica los procedimientos. La base histórica cede algo a los tópicos –no hay más que ver los esbozos de los milicianos, con cigarrrillo y todo; o las camisas a cuadros y la boina de los nacionalistas vascos–, pero, en general, se ajusta a los hechos de partida.

En este tipo de juegos, nunca hay que esperar una recreación exacta, pero más cuando se trata de la Guerra Civil española, donde confluyeron tal cantidad de factores extramilitares, que se hace muy complicado, incluso, el simple relato. Es evidente que si se abstrae el comportamiento de la flota republicana, que fue incapaz de bloquear el Estrecho; o no se tiene en cuenta el grave error de Indalecio Prieto, que desgastó la aviación en su absurda obsesión por Oviedo; el jugador «nacional» tiene poco que hacer. En este sentido, Antonio Catalán plantea bien el equilibrio inicial de fuerzas, con un previsor «punto negativo» a las milicias de los dos bandos que libraron los primeros combates. Cabría plantearle algunas objeciones. Entre ellas, que el general Vicente Rojo, que nunca ganó una batalla, sea el más valorado de todas las fichas. Habrá que tomárselo como otra cesión al tópico.