Literatura
Visita a lo sagrado
Al final del acto tercero de sus «Diálogos de carmelitas», Francis Poulenc deja solo en escena el coro de voces femeninas que entona un sencillísimo (y por ello conmovedor) «Salve Regina», que cualquier oyente –haya o no leído el bello texto de Bernanos que le da soporte– reconocerá como parte de sus fantasmas de infancia. En el instante en el cual la primera estrofa va a cerrar su lírica elevación de esperanza, un áspero golpe de ruido electrónico suspende la última sílaba. Y el «Salve» vuelve a empezar, idéntico; pero hay una voz menos. Catorce veces se renovará el esfuerzo para alzar, por encima del golpe, la plegaria. Cada una de ellas más disminuida en fuerza; y en cada una, más insoportablemente intenso el lirismo. Hasta que el canto cristalino de la última monja ceda al golpe sordo de su cabeza en el fondo del cesto, al pie de la guillotina. «Nadie podrá impedir que nuestras cabezas se besen en el cesto»: la bella fórmula es de otro, no cabe más ajeno a las serenas carmelitas; pero tan empecinado como ellas en la fidelidad a lo sagrado. Que las hijas del Carmelo llaman Dios, como el hijo del helado tiempo que corre en 1794 llama Revolución: lo sagrado.
Todos los tiempos son helados. En diversa medida. Y es verosímil que esa desmesura extraña a la cual los hombres llaman «lo sagrado», no sea otra cosa que el inmenso poderío estético de enfrentarse con deliberación testaruda a lo imposible, para sólo así dar bellamente de bruces con ese insalvable absoluto que es la muerte. Único absoluto para los humanos, únicos para quienes hablar de absoluto tiene sentido. Lo sagrado poco tiene que ver con religiones. Las demasiado bien codificadas religiones parecerían tener más bien –en la universalidad misma con que ofrecen lenitivo a los idénticos dolores humanos en los más diversos tiempos– como función preservar a los endebles hombres de esa confrontación con la monstruosa constancia de ser mortales y saberlo, a la cual sólo puede, en rigor teológico, llamarse «lo sagrado». La religión da esperanza; lo sagrado es tragedia, y como tal sólo está donde el sentido falta. La lucidez de lo sagrado excluye cualquier consuelo religioso.
Pocos –creyentes o no– se atreven a entender eso. Aunque lo sepan. Pienso, a veces, que entre nosotros sólo José Jiménez Lozano ha sabido percibir y dar forma a esta desmesura trágica que define lo humano: en su refinamiento para el horror, e incluso en su capacidad de compasión, tan extraña, tan tenue. Si el sosiego formal más puro acota, como el susurro de un ángel, su escritura, es porque sólo un ascético rigor en quien escribe puede atisbar las grietas tan sutiles en nuestra fingida solidez de animal vanidoso, a través de las cuales lo trágico pestañea apenas como una sombra fugaz, como un destello. Insoportable.
En el iTunes suena, repetido, el caer circular en el silencio de las voces angélicas de Poulenc. Yo leo la dulce melancolía de un mínimo retablo navideño. En el «Libro de visitantes» de Jiménez Lozano está toda la piedad del sabio ante lo sagrado; cuya tragedia, el roce de la voluntad humana, trocaría en sacrilegio.
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