Internacional
Un confinamiento en ultramar (XL): El latido del mundo
La Nueva York que sobrevivió a los atentados del 11-S y a la decadencia y el crimen en los setenta, agoniza poco a poco
Un mundo donde al primer síntoma el enfermo se encierra en casa, bloquea la puerta y mantiene alejada a su propia familia. Un mundo sin besos, sin abrazos, sin apretones de manos, colgados del bote del antiséptico y la pipa de la neurosis. Un mundo de peatones con mascarilla, como zombies sin rostro. Un mundo donde el teletrabajo incineró las oficinas. Un mundo sin cines ni teatros. Sin conciertos. Sin espectáculos deportivos. Con los restaurantes de élite, que viven en el filo, laminados por las franquicias, incapaces de asumir los costes de recortar su aforo.
Un mundo con los aviones en las pistas o el chatarrero y los turistas en casa y los países congelados en una mueca invernal. Un mundo donde las naciones subdesarrolladas, o pobres, o en vías de desarrollo, o como quiera que los comisarios del pensamiento decidan que puede escribirse, sufren el doble las consecuencias de someter al confinamiento a una población incapaz de alimentarse. Un mundo donde el comercio tradicional, oxígeno del tejido urbano, perece arrollado por la hipocondría. Un mundo que mirará con desconfianza a las ciudades con alta densidad de población, que constituye el ingrediente crucial para la generación y el intercambio de ideas y el desarrollo del comercio y las artes, tal y como demostró la ensayista Jane Jacobs en su polémica con el planificador urbano Robert Moses.
Moses, general en jefe de los urbanistas neoyorquinos, quería convertir Manhattan en una red brutalista de autovías. Jacobs plantó cara y salvó el Greenwich Village de la picadora y la paleta. Publicó un clásico, The Death and life of Great American Cities (1964). Explicó a quién quisiera escucharla que las ciudades necesitaban de una alta concentración de individuos para respirar. Abogó por evitar unos EE UU de infinitos suburbios impersonales. Odiaba la perspectiva de unas ciudades clonadas en el laboratorio, mientras los arquitectos y los concejales confundían la cacofonía urbana con un sistema decadente, ingobernable y sucio.
La cita es larga, pero merece la pena: «Bajo el aparente desorden de la ciudad vieja, allí donde funciona exitosamente, existe un orden maravilloso que permite mantener la seguridad de las calles y la libertad de la ciudad. Es un orden complejo. Su esencia pasa por el complejo uso de las aceras, que permite un flujo constante de observadores. Este orden está compuesto de movimiento y cambio, y aunque se trata de la vida, y no del arte, podríamos decir, con algo de fantasía, que se trata del arte de la ciudad ,y compararlo con una danza. No con un baile de precisión, donde todos taconean al mismo tiempo, giran al unísono y hacen una reverencia, sino con un ballet complejo, donde los bailarines y los grupos tienen partes distintas que se refuerzan milagrosamente y componen un conjunto ordenado. El ballet en la acera de una buena acera nunca se repite, y en cualquier lugar siempre está formado por nuevas improvisaciones».
Un mundo donde el ballet urbano ha decaído y muere, y donde la Nueva York que sobrevivió a los atentados del 11-S y, antes, a la decadencia y el crimen y el estrangulamiento de fondos en los setenta, agoniza poco a poco presa del empobrecimiento y la melancolía. Un mundo, una Nueva York, que fue durante tanto tiempo su capital indisputada, su Babilonia con vistas al purgatorio de los clubs y el edén de los museos y los auditorios, y que ahora, después de superar crisis monumentales como la del SIDA, abandona toda esperanza y se limita a fumar recuerdos. Un mundo desesperanzado. Con miles de negocios en quiebra.
Con millones de trabajadores necesitados de la asistencia pública. Con el sueño de una humanidad interconectada, internacionalista, libre, atacado por los populistas tribales y los amigos de la aldea y los mitos clánicos. Con los nacionalismos en cuarto creciente y los defensores de la globalización tachados de enemigos del pueblo. Un mundo más frío, más absurdo, más miedoso, más triste. Gobernado por bribones y buscones, tahúres y piratas como los que tenemos en Washington, Brasilia, Moscú, Madrid o Londres, que en el disco duro de la chaveta llevan grabado a fuego el manual de resistencia personal y la depredación como emblema.
Un mundo que no es el de mañana sino el de hoy. El de ahora mismo. Cuando ni siquiera sabemos si saldremos de esta o cómo. Un mundo que también pasará, y cederá su sitio a otro menos hostil que el de la pandemia. Las enfermedades vienen y van desde Olduvai y la niña Lucy. De nosotros, de nuestras negras predicciones, no se acordará nadie. Los niños volverán a las aulas, las calles rebosarán de conversaciones y gritos y risas, las parejas se comerán la boca en los parques y de la pesadilla no quedará sino la ampliación de los cementerios, que no es poco, pero insuficiente para apagar el latido del mundo.
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