Argentina

Las pestes se extienden en las “villas miseria” de Buenos Aires

En los barrios más humildes, el dengue es más mortífero que el coronavirus, con 15 fallecidos diarios

El mayor barrio pobre de Buenos Aires, una "gran familia" ante la adversidad
ACOMPAÑA CRÓNICA ARGENTINA POBREZA***AME9007. BUENOS AIRES (ARGENTINA), 10/05/2020.- Un hombre con tapabocas camina el miércoles 6 de mayo en la Villa 21-24, en Buenos Aires (Argentina). Liliana aún está recuperándose del dengue, pero tiene claro que sus vecinos más mayores la necesitan en estos tiempos de confinamiento. Junto a Leónida, herida para siempre por el asesinato de su hijo hace tres años, camina decidida por el barrio pobre más grande de Buenos Aires, donde el coronavirus ha cambiado una rutina ya acostumbrada a lidiar con la adversidad. EFE/Juan Ignacio RoncoroniJuan Ignacio RoncoroniEFE

Está historia comienza en el riachuelo, el río pestilente que riega la zona más pobre de Buenos Aires, la Matanza. Aguas sépticas donde las que los fábricas vierten sus vertidos. Damos una moneda a Caronte, comenzamos la travesía hacía otro mundo tan cerca, pero también alejado de la capital. Una barcaza de madera, color calabaza se tambalea maltrecha, serpentea lentamente entre lodo espeso, escombros y basura.

En las orillas perros que palidecen con sarna ladran a nuestro paso. Bajamos, nos adentramos en un laberinto de ladrillos desnudos, con sonido de cumbia y olor a chorizo frito en las parrillas. La pandemia ha llegado en forma de dengue y coronavirus. A esto suma pobreza y violencia, una plaga, “otra peste perfecta”.

Petrona, de avanzada edad, se mueve delicada entre las calles. La seguimos. Mascarilla azul, ojos negros y canas, frente a la reja de su casa el rostro cambia. “¿Qué quieres?”, Pregunta. sus cinco hijos y nietos tienen dengue. “Vomité sangre, también las encías me sangraban, y al defecar… pensé que me iba a morir”, asegura, furiosa, antes de pasar a su humilde casa. Fue su peor pesadilla.

Adentro Petrona sostiene una estampita temblando del papa Francisco. Mientras acaricia el rosario de plástico, las bolas tintinean y luces rojas parpadean en la sala. Milagros, de siete años y también contagiada, juega en una cama con sus tres hermanos. Colorea, rellena las alas con tinta, mariposas, mariquitas sin lunares. “¿Tienes miedo a los mosquitos?”, preguntamos. “Sí, un poco”, afirma sonriendo.

Con 15 muertos al día, el Gobierno combate la enfermedad en las calles. El dengue supera al coronavirus, más de 500.000 casos, más de un millar de muertos y la cifra, imparable.

Continuamos. Transpiramos; La humedad se nota incluso en otoño. Afuera astronautas con trajes blancos malgastados por la lejía, y mascarillas galácticas, se abren paso con los aspersores. Pistolas plateadas conectadas a bidones que acarrean a sus espaldas, pesticidas que derraman veneno. Arden los ojos. Toneladas de líquido tóxico para contener al bicho.

“En estas barriadas la mayoría son inmigrantes, paraguayos, peruanos o bolivianos. La gente tiene miedo a declarar su caso, piensan es coronavirus, quedarán señalados. Marcados. Por tanto, prefieren cuidarse solos con medicinas caseras, por eso hay tanta mortandad. Algunos lo consiguen”, asegura Darta Isabeleta, coordinadora de salud en la zona. Se salvan solos. “Otros, no”, agrega.

No son un caso aislado. Según un informe del CEPAL, el año 2020 terminará con 45 millones de nuevos pobres en América Latina.

En Argentina, que ya arrastraba un 40% de pobreza, las pestes se ceban con los más vulnerables, lo que menos recursos tienen. El mosquito del dengue anida en aguas estancada, entre chatarra y bidones, mientras que el coronavirus se esparce en las zonas con más hacinamiento, menos control y medios de prevención.

1-11-14

En la Villa 1-11-14 las cosas están aún peor. A los problemas contraídos por la pandemia suma la violencia, es sin suda el asentamiento más peligroso donde hace años, los ex guerrilleros de Sendero Luminoso –grupo terrorista peruano- se instalaron y controlan la barriada. Es la ley de la jungla. Encrucijada de callejones. Chicos con capucha marrón y mirada baja. En la otra mano escondida guardan una margolín –pistola-, bronce apagado.

Los bomberos luchan con fiereza para poder entregar las cajas de comida entre las familias afectadas. Es el primer frente de batalla, dice Javier, el jefe de la unidad que trabaja al lado de la estación de gendarmería –la división del ejército que entra en las zonas más pesadas, dependiente de la Policía también-. Aquí el acceso es imposible, las ambulancias no quieren entrar. Las luces se apagan.

Javier es una especie de Rambo voluntario que se arremanga la camisa azul mientras escucha “cuarteto”, cuyo escudo descosido resiste, gastado mientras reparte comida adentrándose en infinitos túneles infinitos en los cuales hay más de 70 contagiados por coronavirus. Arroja las cajas de comida pero el encuentro es sigiloso. “Yo sé que esto es como ‘gatillarse’ uno mismo, ‘una ruleta rusa’, en algún momento me voy a infectar” asegura. Es quien es hace el trabajo sucio, sin gloria.

Mientras la vida sigue en la villa. Casi todo continúa abierto en la 1-11-14. Hay que salir a trabajar. No queda otra. Portan mascarillas de colores, pero la peste como ellos dicen, anda flotando en el aire. “El bestiario” es infinito. Acompañamos al grupo de recolectores, así les llaman. A través de punteros, -gente respetada localizan las casas afectadas-. Es todo un trámite que no siempre llega a buen puerto.

Llaman al timbre y consigue convencerlos tras una amable conversación para conocer los síntomas. Finalmente, casi todos los entrevistados son acompañados en “romería” hasta el flamante estadio de fútbol de San Lorenzo, donde son testeados y trasladados a un hospital.

Cae la noche, volvemos a casa, la otra Buenos Aires donde no falta luz y agua. La moneda que dimos a Caronte empieza a estar desgastada y cada vez el barquero, más ciego, con menos fuerza para remar.