Barcelona
25 de octubre, la noche roja
Al anochecer del 25 de octubre de 1917 se escuchaban disparos esporádicos en algunas zonas de Petrogrado, nada llamativo después de todo un día de tiroteos, muy intensos en ocasiones, subrayados por estremecedoras ráfagas de ametralladora. Con todo, en zonas de teatros y restaurantes, como la gran avenida Nevski, había bastante movimiento: por ejemplo, con entradas para asistir al ballet, se encontraban allí cuatro reporteros norteamericanos: Louise Bryant y su amante John Reed y sus amigos Bessie Beatty y Albert Rhys Williams. «Toda la ciudad estaba en la calle esa noche, salvo las prostitutas que se habían olido el peligro», escribió Reed en «Diez días que estremecieron al mundo», uno de los libros más famosos sobre la Revolución de Octubre.
La tensión en la vieja capital zarista, epicentro del poder del Gobierno provisional de Keresnky, era extraordinaria desde una semana antes: las reuniones de los soviets de obreros y soldados eran continuas, lo mismo que las ácidas discusiones en el Comité Central Bolchevique, donde se debatió sin acuerdos satisfactorios la ruptura entre Lenin y Zinoviev y Kamenev, en la que se implicaron Stalin y Trotsky, personajes que pronto tendrían el máximo relieve.
Simultáneamente, el presidente Alexander Kerensky debatía con su Gobierno, cuya sede se hallaba en el Palacio de Invierno, la solución del «nudo gordiano» en la que se hallaba empantanada Rusia desde la caída del Zar siete meses antes: el vapuleado Ejército ruso, mal armado, equipado y hambriento, únicamente deseaba que se negociara la paz y regresar a casa. Kerensky y su Gabinete, sin embargo, escuchaban las presiones de sus aliados británico y francés exigiéndole que restaurara la disciplina y aumentase el esfuerzo militar. El 20 de octubre, el ministro de la Guerra, Verkhovsky, manifestó durante una reunión de los comités de Defensa y de Asuntos Exteriores del Parlamento que «la moral del Ejército nunca podría ser restaurada sin la perspectiva de una paz próxima». El asunto trascendió de inmediato: mientras la guarnición de Petrogrado, unos 150.000 hombres, exultaba de alegría, pues nadie quería ser enviado al frente, Kerensky y su militarista ministro de Exteriores, Tereschchenko, se sintieron traicionados y forzaron la destitución del ministro. El diagnóstico de Verkhovsky era preciso y aún hubiera podido salvar al Gobierno provisional, pero su destitución hinchó las velas de la conspiración bolchevique. Únicamente el compromiso de Keresnky de proponer un armisticio hubiera apaciguado a los soldados, a la vez que hubiese desarmado a Lenin.
Mientras Lenin se movía en la clandestinidad conspirando para derrocar al Gobierno, mientras se preparaba el Segundo Congreso de Soviets de todas las Rusias en el Instituto Smolny y mientras el Soviet de Petrogrado se posicionaba frente a Keresnky y su política belicista, éste aún creyó que podía controlar la creciente marea roja. Pero cuando intentó reforzar las defensas de los puntos neurálgicos de su capital, se encontró que, aparte de tres regimientos cosacos –que lo odiaban– el grueso de sus fuerzas eran unos reducidos batallones de mujeres, de ciclistas y de cadetes de la academia militar. Cuando trató de reforzar sus defensas, las tergiversaciones, las deserciones y los nervios de todos impidieron su llegada en número sustancial a Petrogrado.
Durante el día 24, menudearon los choques callejeros, sin que los cadetes enviados a los lugares clave lograran controlarlos. Por el contrario, los guardias rojos y los soldados bolcheviques ocuparon las centrales de telégrafos, de teléfonos y de electricidad, estaciones ferroviarias, bancos y, al caer la noche, dominaban buena parte de la ciudad.
La tripulación del crucero Aurora, superviviente de la batalla de Tushima, se sublevó, eligió su Soviet, designó a su capitán y rechazó la orden de hacerse a la mar. Los bolcheviques lo anclaron apuntando con sus cañones el Palacio de Invierno.
Rogers Leighton, empleado del National City Bank de Petrogrado, anotó que al amanecer «las ametralladoras y los fusiles rugen y ladran por toda la ciudad. Suenan como una máquina gigante de hacer palomitas. ¡Y hemos elegido esta tarde para mudarnos...!» («Atrapados en la Revolución rusa»). A esa hora el Gobierno sabía que no recibiría refuerzos.
Con teléfonos y telégrafos controlados por los sublevados, Kerensky trató de salvar la situación alcanzando el frente y volviendo con tropas, pero no contaba ni con un automóvil, pues los que tenían en el Palacio habían sido saboteados; por fin, le prestaron uno en la embajada estadounidense. Mientras abandonaba la ciudad, Lenin, que había salido de su escondite a medianoche, lanzaba su proclama victoriosa y anunciaba la deposición del Gobierno provisional, aún refugiado en el Palacio de Invierno, cuya débil guarnición apenas era molestada por un doble cinturón de guardias rojos.
Esa noche, los cuatro reporteros norteamericanos renunciaron al ballet y se fueron al Instituto Smolny a la espera del comienzo del Congreso, que no acababa de arrancar, percibiéndose una enorme tensión tanto por las diferencias políticas entre las delegaciones como por el enquistamiento del asedio al Palacio de Invierno. A las 21:40, el elevado tono de las conversaciones fue aplastado por el estruendo que llegaba desde el río Neva. «Se escuchó un claro ¡boom!, ¡boom!, ¡boom! Eran los cañones del ‘Aurora’ que estaban disparando sobre el Palacio de Invierno», escribió Bessie Beatty.
El «Aurora» hubiera podido reducir a escombros el Palacio, pero disparó con munición de fogueo: el estruendo bastó para que los desmoralizados defensores depusieran las armas y abrieran paso a los guardias rojos. Eran las 2:45 de la madrugada del 26 de octubre (8 de noviembre en el calendario juliano) cuando el Gobierno se rindió a Vladimir Antonov-Ovseyenko*, que encabezaba a los guardias rojos. La épica sanguinolenta del asalto representada por el cine y el arte soviéticos tiene poco que ver con lo ocurrido: murieron cinco atacantes y ningún defensor.
*Este periodista y revolucionario llegaría a España durante la Guerra Civil, ejerciendo como cónsul general en Barcelona. En 1939 fue víctima de una purga de Stalin.
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