Refugiados

El afinador de pianos que encontró el amor en una misión de rescate suicida en Mykolaiv

David condujo su Renault Megane durante dos días y medio hasta encontrar a Anna; su hija y su nieta estaban acogidas en su casa de El Escorial desde el principio de la guerra

David, el afinador de pianos, con Anna en Madrid
David el afinador de pianos con Anna en MadridFotoLa Razón

Cualquiera diría que Adrián estaba predestinado. Su mejor amigo de la infancia es un ucraniano de nombre Taaras al que ahora «culpa» de su querencia por aquel país. Sentada al lado de este joven leonés de 26 años se encuentra Alexandra, originaria de Mykolaiv y su actual pareja. Con ella y con su pequeña Yana comparte vida y vivienda en el pueblo madrileño de San Lorenzo de El Escorial. Su historia de amor es una de esas pocas cosas buenas que ha traído la guerra. Y, en este caso, por partida doble: la madre de Alexandra, Anna, también ha encontrado el amor en el español que fue a rescatarla y los cuatro viven ahora puerta con puerta.

El relato aún mejora cuando se conocen los detalles. Alexandra, a la que llaman Sasha, llegó a Madrid con su hija de dos años de la mano después de un calvario de tres semanas por una decena de países. En un esforzado español y ayudada por Adrián, explica que fue estafada varias veces por un conductor que quería sacar tajada del dolor ajeno y no dejaba de subir el precio a medida que iban sumando kilómetros. Pasó mucho frío y muchos nervios hasta que se topó con el primer ángel del camino en un hospital madrileño el 24 de marzo, justo un mes después de que comenzara la guerra. David, afinador de pianos de 55 años, no dudó en acoger a madre e hija en su casa de El Escorial. Desde que estalló el conflicto, tuvo muy claro que se iba a involucrar para suavizar sus efectos, aunque seguramente nunca imaginó hasta qué punto iba a cambiarle la vida.

Mientras los tres se iban acoplando, Adrián, aún ajeno a todo, seguía su trabajo de encargado en un restaurante de Boadilla del Monte. Él también echaba una mano en lo que podía. «Al lado del local había un centro de acogida de refugiados, así que muchas veces hablaba con ellos y les indicaba el horario o les preparaba un aperitivo. Casi todo eran mujeres, claro, porque los hombres tenían prohibido abandonar el país». El poco tiempo libre que tenía lo empleaba en ayudarlas y se hizo varias amigas a las que seguía por redes sociales. Entre mensaje y mensaje se topó con el perfil de Sasha y comenzaron a escribirse. Dice que de ella le enamoró su carácter familiar. Poco a poco, sin prisa, se iban viendo más a menudo, a veces con la pequeña Yana, y fueron empezando a quererse.

Lo peor de los primeros meses de la guerra lo pasaron juntos. Ella pegada a las noticias, pegada al móvil para asegurarse de que su madre y su abuela Valentina seguían vivas en Mykolaiv. Y él, pegado a ella. «Los primeros momentos de nuestra relación fueron agridulces porque Sasha estaba todo el rato pendiente de dónde habían caído las bombas en su ciudad, si había sido cerca de casa, si les habría dado tiempo a bajar al refugio... Me daba muchísima pena verla así. De vez en cuando, tratábamos de desconectar viendo una película, pero era casi imposible».

Anna y su hija Alexandra viven ahora puerta con puerta en El Escorial con sus nuevas parejas
Anna y su hija Alexandra viven ahora puerta con puerta en El Escorial con sus nuevas parejasJesús G FeriaLa Razón

La relación con Adrián mejoró el ánimo de Sasha, pero su felicidad no era completa. Durante el verano, el joven leonés con vocación de guardia civil hizo lo que pudo por distraerlas y las paseó por el Retiro, las llevó de excursión. Llegado el mes de julio, David, el ángel de la guarda que las había acogido en su casa, empezó a dar forma a un plan que parecía suicida. Aprovecharía las vacaciones de agosto, en las que su trabajo de afinador flojeaba, para llegar hasta Mykolaiv y traerse de vuelta a Anna y la anciana Valentina.

A través del teléfono y mientras pone a punto un piano del Auditorio Nacional, explica que «había que ir a por ellas, las estaban bombardeando y nadie iba, así que lo hice yo, cumplí mi parte». El viaje de ida en su Renault Megane, bien pertrechado de botellas de vino y camisetas de fútbol para pasar los controles, duró dos días y medio. Apenas paró para echar alguna cabezada y asearse en estaciones de servicio de la carretera. «Logré pasar cuatro controles y al quinto ya no hubo manera, yo creo que los militares alucinaban. No sé por qué sentía que algo gordo iba a pasar y que había que darse prisa. No pude llegar a Mykolaiv y me quedé en una localidad cercana a la que ellas llegaron en autobús. A las tres horas decretaron el toque de queda. Por los pelos no habría podido entrar o me habría quedado encerrado dentro con ellas. La verdad es que no lo pensé mucho, tiré y tiré. Al final, todo salió que ni planeado. Estas cosas es mejor no pensarlas mucho».

La vuelta a Madrid fue mucho más lenta. Aprovecharon para conocer algunos países que Anna solo había visto en los libros, visitaron a familiares en Francia y se enamoraron. Pasaron dos días en un SPA que él conocía en Alemania, comieron ostras y bebieron champán en Arcachón. «En el paso fronterizo con Polonia nos hicieron esperar seis horas. Yo no podía dormirme porque nos habrían saltado la cola, así que las tapé a ellas con una manta para que descansaran. Ahí fue cuando Anna me dio el primer beso. En realidad, fue un flechazo en cuanto la vi bajar del autobús».

Apenas habían hablado antes de verse cara a cara en Ucrania, solo alguna vez para que Anna supiera con quién vivía su hija y se quedara tranquila, pero poco más. Por si acaso, David aprovechó el viaje de ida para hacerse un curso de ucraniano en Duolingo. Entre que habla cinco idiomas y tiene buen oído no debió de resultarle muy difícil. En septiembre ya estaban viviendo los cinco juntos; ellos dos, Alexandra, Adrián y la pequeña Yana. La abuela Valentina murió al poco de llegar a España y sus cenizas presiden el salón en el que mantenemos esta conversación, en una urna azul encima de la chimenea.

Hasta hace pocas semanas compartieron casa, pero cuando quedó libre la de al lado, Anna y David se mudaron para tener cada pareja su propio nido. Los dos pisos antes eran uno solo, así que se comunican por una puerta interna que siempre está abierta. «Comemos juntos todos siempre que podemos porque cada uno tiene un trabajo y a veces nos cruzamos. Ellas suelen quedarse en casa y nosotros salimos a trabajar», dice Adrián. Explica que se comunican como pueden, «muchas veces basta con que nos miremos a los ojos los cuatro». Aquí se escucha inglés, ucraniano, español, ruso. «Procuramos usar poco el traductor, solo para darnos mensajes largos, porque como ellas mezclan palabras rusas y ucranianas la aplicación se hace un lío», añade entre risas.

Adrián dice que pensó que sus padres le iban a matar cuando se enteraran de su nueva «modern family». «Mi madre flipó un poco al principio cuando vio a la niña y eso, de golpe y porrazo tenía mujer e hija, pero a los cinco minutos ya le parecía todo precioso. Es algo con lo que yo siempre había soñado, tener responsabilidades, madurar. Hace tanto tiempo que no salgo de fiesta que no me acuerdo ni de lo que es eso... Mis metas están casi cumplidas, me falta aprobar la oposición a la Benemérita. Por su parte, David, el veterano afinador de pianos que toca la batería en tres grupos de rock y hace de portero en un equipo de hockey, tiene cuatro hijos de una relación anterior. Como él dice, ahora tiene tres familias. Tres familias tan bien a avenidas que todos, incluida su ex mujer, compartieron mesa y mantel la pasada Navidad.