Estados Unidos
Bill, el primer caballero
El ex presidente puede estrenar un puesto desconocido hasta ahora con la incógnita de si sabrá permanecer en la sombra y aparcar sus líos de faldas
Qué tiempos aquellos en los que Laura Bush promovía la lectura y Michelle Obama ejercía de nutricionista en jefe de los niños de América. Roles simpáticos, lejos de la planta carnívora de los medios, que reforzaban la imagen familiar de la Casa Blanca y colocaban a la primera dama en un confortable papel, afanoso y discreto, amable. Pero ¿qué hacer cuando el marido de la hipotética presidenta fue a su vez presidente? ¿Qué tareas le esperan a Bill Clinton luego de que la suya fuera una de las jefaturas más litigadas del último medio siglo?
Cuesta imaginarle ejerciendo como cordial jardinero de lechugas orgánicas y todos los analistas coinciden en que un exceso de protagonismo debilitaría a Hillary. Ya es bastante con responder por sí misma, y sus emails, sus fundaciones, sus conferencias a 100.000 euros, su sinergia con Wall Street, como para encima apencar con la fatigosa sombra del marido y sus líos de faldas.
Pocos políticos han suscitado más amores, y por ende odios más virulentos, que el viejo Bill. Encantador de serpientes, tahúr delicioso, inteligente, escurridizo y ladino, su efigie habita un rincón especial en la psique americana. Mezcla de conquistador a deshora, adúltero irreprimible e irresistible orador, sus logros conviven con la panoplia de catástrofes asociadas a sus escarceos sexuales, con Monica Lewinsky entronizada en puestos de honor. El amargo recuerdo del «impeachment», por torticera que fuera la maniobra, todavía se le aparece a sus más conspicuos defensores como el fantasma del rey Hamlet a su atribulado príncipe. Ni siquiera una victoria contra el brutal y desmañado Trump arreglaría la desenvuelta imagen de un sátiro capaz de ultrajar el mismísimo Despacho Oval.
No se trata tanto de lo que uno considere al respecto como que hablamos de una munición demasiado golosa para que sus rivales la desaprovechen. Bill está marcado. De ahí que un alarido recorriera las huestes demócratas cuando a principios de año Hillary propuso encargarle la dirección de las políticas de empleo. Nadie cuestiona que la economía estadounidense conoció años dorados bajo su mandato, pero alguien debió de soplarle a la señora que, cualesquiera que fueran sus pretensiones, convenía limarlas.
Margaret Talbot, en el «New Yorker», se preguntaba al respecto y concluía que los líos comienzan por la propia nomenclatura: ¿cuál es el equivalente al título oficioso de primera dama? ¿primer caballero?, ¿Bill? ¿En serio? ¿Qué tal gobernador Clinton, en alusión, como propuso Miss Manners y recuerda Talbot, a su anterior trabajo en Arkansas (fue gobernador entre 1979 y 1981 y entre 1983 y 1992)? Algo serio pero neutro. Un título que no despida ni frío ni calor. Una etiqueta que recuerde su importancia y, de paso, neutralice las odiosas menciones a su variable trama de afectos y su larguísima panoplia de turbulencias asociadas.
En el reparto de honores, despachos y funciones cabe suponer que al antiguo césar le corresponda una parte sustanciosa del pastel, aunque sólo sea por razones prácticas, de aprovechamiento de recursos y contactos, mas al ex presidente lo acompaña un pasado lo suficientemente oscuro como para considerar en serio la posibilidad de pasearlo en andas y demasiado sustancioso como para que alguien pueda creérselo con un delantal y cocinando galletas.
Bill Clinton es mucho Bill Clinton, para lo bueno y lo malo, tal y como atestigua el cariño que le profesan millones de afroamericanos cuyo voto resultará decisivo este martes; tal y como subraya el rencor que derrite micrófonos y arrasa gargantas en cuanto alguien menciona su nombre en según qué emisoras.
Compás de espera
Descartada la criogenización hasta que Hillary abandone la Casa Blanca y la pareja recupere su lucrativa y afanosa dedicación a las disertaciones para ejecutivos bien situados en el bajo Manhattan y directores de banca de inversión, queda la posibilidad de buscarle un hueco ni muy vistoso ni por completo insustancial. Talbot, por ejemplo, apuesta por que sea el abuelo ideal, el megabuelo, pero uno confía poco en que sepa o quiera amoldarse a las obligaciones contractuales de un papel ornamental, incluso cursi.
¿Él, que presumía de su amistad con intelectuales y sus tertulias nocturnas con literatos, de su hiperactividad y su voracidad especulativa, fotografiado en los columpios? La necesidad de tricotar un papel adecuado para el mito no es fruto solo del marketing. Lo que está claro es que de su éxito dependerá que su esposa y presidenciable Hillary arranque sus primeros cien días sin acarrear lastre superfluo. Si ya encima es capaz de resituarlo en un espacio poco sujeto a la polémica pero visible, como si fuera un marido de quita y pon, podrá vanagloriarse de haber cuadrado el círculo, o sea, de haber situado al delantero centro más letal y discutido en un lugar intermedio entre la media luna, el banquillo y la grada. Allí donde se marcan goles pero el árbitro no puede expulsarte. Capaz de decidir partidos pero invisible para los cronistas deportivos y ajeno a las miserias del juego, el estado del césped y el runrún de la grada. Lo que no está claro es que exista semejante bicoca.
Los expertos aseguran que sus dos mandatos consecutivos entre 1993-2001 tuvieron más luces que sombras, sin embargo, el «affaire Lewinsky», marcó a fuego su legado.
- El gobernador
Entre 1978 y 1992, ejerció de gobernador de Arkansas, convirtiéndose a los 32 años en el político más joven que ocupó este puesto.
- Amor universitario
En 1975 se casó con Hillary Rodham, a quien conoció en la Universdidad de Yale. En 1980 nació su primera y única hija, Chelsea.
- El despegue
En 1992 se lanzó a la carrera presidencial venciendo a sus 10 contrincantes demócratas durante las primarias, pese a no partir como favorito.
- La becaria
En 1998, una becaria de 22 años, Monica Lewinsky provocaría un terremoto en la Casa Blanca al desvelar una relación sexual con Bill.
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