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Casa Blanca: El Ala Oeste, en descomposición
El último escándalo de la trama rusa protagonizado por Trump Jr. socava al equipo del presidente y exaspera a los republicanos
El último escándalo de la trama rusa protagonizado por Trump Jr. socava al equipo del presidente y exaspera a los republicanos.
No hay paz para los soldados de la actual Casa Blanca. Mientras Donald Trump viajaba a Europa para pasar revista a las tropas en compañía de Macron, sus fontaneros masticaban los sapos de una política de comunicación atroz. Lo últimos, a cuenta de las revelaciones de Trump Jr. y su reunión con la abogada rusa Natalia Veselnitskaya, reconocida campeona en favor del señor Putin y su utopía de una Rusia imperial y limpia de sanciones. A medida que «The New York Times» goteaba el escándalo, o sea, según la opinión pública y todo Washington comprendían que el hijo del presidente se mostró encantado ante la posibilidad de recibir información sucia con la que salpicar a Hillary Clinton, cunde el terror en la Casa Blanca. Entre otras cosas porque, tal y como le ha explicado un «insider» a Tara Palmeri y Josh Dawey, de la revista «Politico», la reunión con la leguleya proPutin de Trump Jr., Paul Manaford (en ese momento jefe de campaña de Trump) y Jared Kushner (cuñado y asesor del presidente) tuvo lugar durante «una campaña en la que “valía todo” y con muy pocas reglas».
Dicho de otra forma: nadie sabe muy bien qué responder a los periodistas porque, en realidad, nadie o casi nadie tiene ni puñetera idea de lo que allí se habló; tampoco si, en los próximos días, el escándalo alcanzará una velocidad suficiente como para que cualquiera con la audacia imprescindible para poner la mano en el fuego no acabará con el apéndice achicharrado y en modo desfile frente a una Comisión en el Senado. Al respecto, Palmeri y Dawey son contundentes: «Muchos de los colaboradores de Trump opinan que cuanto menos sepan del asunto de Rusia mejor, dado que muchos o no quieren gastar o ni siquiera disponen de los recursos necesarios para gastar en abogados».
A todo esto conviene añadir la proliferación de camarillas. Están los perros de presa del presidente, como la indescriptible Kellyanne Conway; están los hombres del partido, como Rience Priebus, y sus supuestos enemigos, como la dupla matrimonial de Ivanka y Jared, que según las malas lenguas conspiran para que papá lo cese; están los hombres orquesta, tipo Steve Bannon, que va a su aire y concita una mezcla de inquina y miedo. Todos ellos bailan un minué furioso, mitad comedia mitad drama, que amplifica los recelos entre las distintas camarillas. Inevitable cuando la política de puertas a dentro se fundamenta en la lealtad sin fisuras y el culto al líder. Por no hablar, claro, de los ausentes: después de más de medio año Trump ha sido incapaz de nombrar decenas y decenas de cargos intermedios, con lo que muchas áreas de la Administración funcionan descabezadas.
Pero el hartazgo no agota su agrio veneno en los límites del Ala Oeste. A la desmoralización de las tropas conviene añadir la mueca indignada de unos republicanos que se las ven y se las desean para no tropezar frente a los micrófonos, incapaces de armonizar una respuesta coherente. Cómo lograrlo si en cualquier momento Trump puede llevarles la contraria. Algo así, por ejemplo, les sucedió al fiscal y al vicefiscal del Estado, que apuntalaron la destitución del director del FBI, James Comey, en base a una pérdida de confianza: nada que ver con Rusia. A continuación, Trump salió en la NBC y reconoció que había despedido a Comey por «esa cosa con Rusia».
Otro periodista, John Cassidy, del «New Yorker», ha sintetizado bien la exasperación de los dirigentes republicanos ante la torpeza argumental y la recalcitrante ingenuidad, o el cinismo salvaje, de un Gobierno incapaz de repetir dos veces el mismo argumento. No hablemos ya de las consideraciones morales relativas a que tu presidente y/o sus colaboradores pudieran haberse aliado durante la campaña electoral con los servicios secretos de un poder enemigo. «Están consternados», explica el reportero, «porque la Casa Blanca ha fallado a la hora de elaborar una historia sobre Rusia a la que adherirse. Una que los republicanos puedan defender en público sin el temor diario de ser desmentidos por «The New York Times» o «The Washington Post». Sin sospechar, en suma, que harán el ridículo. Mala cosa cuando se aproximan las elecciones de 2018, que renovarán buena parte de las cámaras legislativas. Peor incluso si a la debacle de imagen añadimos la posibilidad de que el affaire ruso traiga secuencias penales.
Incluso políticos tan poco sospechosos de ser hostiles hacia el presidente como Trey Gowdy han declarado, a «Fox News», que «este goteo está socavando la credibilidad de la Administración». Conviene recordar que el congresista Gowdy, lenguaraz paladín del Tea Party, no es precisamente una paloma. Para Cassidy «las palabras de Gowdy no deberían de interpretarse como una condena moral, o incluso como el reconocimiento tácito de que se ha hecho algo mal. Solo tienen que ver con la política». Y precisamente es la política la que jadea tras las formas inéditas de una corte de los milagros.
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