Venezuela
Cómo resistir en Caracas
LA RAZÓN vive en primera persona la incertidumbre que acecha a los venezolanos tras las últimas medidas económicas aprobadas por Maduro, que incluyen una nueva moneda, el aumento de salario y precios fijos
Las conversaciones en Venezuela han reducido su temario. Solo tres tópicos forman parte del coloquio: la nueva moneda, los precios y la duda de si habrá estabilidad laboral. Todos ellos, vinculados transversalmente por el otro gran asunto: la emigración, el hasta aquí, el «la única salida es la frontera».
Las conversaciones en Venezuela han reducido su temario. Solo tres tópicos forman parte del coloquio: la nueva moneda, los precios y la duda de si habrá estabilidad laboral. Todos ellos, vinculados transversalmente por el otro gran asunto: la emigración, el hasta aquí, el «la única salida es la frontera».
Es sábado por la mañana y en una cafetería de barrio, en Caracas, los pocos comensales intercambian, más que ideas, incertidumbre. Francisco, el encargado de servir el café, escucha atentamente a los demás. Todos hablan sobre cómo recalcular los precios a pagar, los métodos para descontar cinco ceros al dinero, el cálculo atento de qué precios no han dejado de subir. Pero él está pensando en lo que pasará en el mes de septiembre. «Mi jefe ha sido muy transparente. Nosotros sabemos cuánto factura este negocio, y no creo que pueda pagarnos los nuevos salarios», me dice al consultar su opinión. Y se produce un silencio incómodo, que deja espacio a que la música del reguetón de una vecina se cuele en el espacio. «A mí me pasa igual», suelta uno de los presentes. Yo prefiero callar antes de admitir que también.
El café servido en un vasito de plástico pequeño cuesta 25 bolívares, más del tercio de lo que el Gobierno permite cobrar por medio kilo de café molido. Y es tan solo un ejemplo de la distorsión. «Cuesta casi tanto como el kilo de azúcar» (32 soberanos), completa Francisco.
El Ejecutivo aumentó el salario mínimo de cinco millones a 180 millones de bolívares (o 180.000 soberanos) a partir del 1 de septiembre, pero ha exigido que las estructuras de costos y precios se mantengan controladas. Esta semana, fueron publicados los precios máximos de 25 productos básicos, y faltan más. Quien venda por encima se arriesga a la cárcel.
La preocupación es colectiva. ¿De dónde se saca más dinero para pagar? Entonces, otro temor se cuela: todos tendremos que reducirnos al salario mínimo, decirle adiós a las escalas salariales, a la diferenciación. Después de todo, el Gobierno ha prometido financiar por 90 días las nóminas privadas y hasta compensar con bonos en efectivo a los portadores del «carnet de la patria», un documento que permite acceder a beneficios sociales.
Mi madre, médico pediatra con consulta privada, no ha podido definir a cuánto cobrará las consultas. Lleva una semana sin fijar citas, echando números. Hasta ahora, distribuía sus ingresos calculando el costo de la consulta en base a precios del mercado. «Yo cobraba el equivalente a un cartón de huevos –36 unidades–, que cada semana tiene precio distinto. Así voy a la par».
Pero su método ha quedado vetusto y no sabe cuánto cobrar, no sólo porque los huevos fueron regulados «y lo demás seguirá subiendo», sino porque teme que todo se encarezca cuando los nuevos salarios mínimos impacten en la economía real, entre en vigencia el nuevo precio de la gasolina –aún no definido por el Gobierno– y se concrete el alza del transporte público y demás servicios.
«Será poner algo temporal y luego ir subiendo», ha repetido estos días. Jubilada del Estado, se ha negado a «arrastrarse» por el carnet. Especialmente cuando ve en la televisora pública cómo se burlan de los opositores que terminan sucumbiendo. Ahora duda si le tocará.
Periodistas de «El Universal», el diario más antiguo de Caracas, deberán «carnetizarse» y cobrar directamente del Gobierno, pues sus empleadores ya han admitido que no pueden costear la nómina. En las empresas básicas de Guayana, antiguo polo industrial del país, ocurre igual. Y así, poco a poco, se va imponiendo una nueva realidad económica.
Pero la vida continúa. Con precios controlados, la venta de productos básicos no se detiene. He conseguido pollo, quesos y huevos en una venta informal por el centro de la ciudad. Pagué con tarjeta lo mismo que una semana antes. «No hemos aumentado todavía, estamos esperando a ver qué pasa», me dice Sonia, la encargada de cobrar. «A mí me depositaron el bono de reconversión (600 soberanos) y con eso pude comprar en la farmacia una medicina que no podía costear la semana pasada», cuenta Alfredo, un abuelo de 67 años. Con su carnet de la patria recibió el dinero que le ha servido para amortiguar el retraso en el pago de las pensiones que correspondían a agosto y serán canceladas en septiembre.
A su lado, su hija Laura admite con cierta vergüenza que ha aprovechado las ofertas impuestas. Tan solo un día antes, la cadena Farmatodo fue intervenida y obligada a rebajar los precios de sus productos. «Yo aproveché para coger lo que pude», sonríe tímida. Admite que se trató de una rebatiña, de casi un saqueo, que pudiera complicarle al negocio reponer inventario. «Pero si no lo aprovecha uno, otro lo hará».
Es parte de las fronteras morales que en Venezuela todos estamos afrontando. Sacar o no el carnet de la patria, pagar o no los precios impuestos por un Gobierno que ha hecho del comerciante un enemigo, reclamar o no precisiones al empleador, pensar o no en irse. Y más que pensarlo, hacerlo.
Ahí están las fotos, vídeos, relatos de quienes han decidido marcharse, ahora con más fuerza y desesperación. Y las razones para quedarse lucen cada vez más raquíticas, como los niños que están en la acera escarbando la basura donde cada vez hay menos sobras.
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