Muere Fidel Castro
Desamor con la madre patria
Fidel Castro tenía como libro de cabecera en Sierra Maestra las «Obras Completas» de José Antonio Primo de Rivera. No es extraño que, al principio, el triunfo de la revolución contra el dictador Fulgencio Batista despertara entre los falangistas españoles con ideas socialmente avanzadas un cierto entusiasmo y fuera recibido con cautelosa expectación por el Gobierno de Madrid. Rodrigo Royo, fundador y director de la revista «SP» –una publicación azul rojiza–, mandó de corresponsal en La Habana a Cotón Bustamante, un mutilado de guerra que se autodefinía «falangista-castrista». Todavía no se conocía –seguramente ni él mismo– la verdadera personalidad de Fidel Castro, cuya imagen y la de su compañero Che Guevara figuraban como iconos de la libertad y la Justicia en los despachos de los intelectuales y en los cuartos de los estudiantes españoles a comienzos de los 60. No tardó mucho, sin embargo, en aparecer el verdadero rostro de la revolución cubana y la ideología dominante entre los nuevos dirigentes de la isla: fusilamientos masivos no sólo de partidarios de Batista sino de compañeros disidentes e inclinación al comunismo. Ante esto, la Prensa española, que entonces recibía instrucciones de arriba, no levantó la voz.
En enero de 1960 ocurrió el primer enfrentamiento sonado cuando el embajador Juan Pablo de Lojendio irrumpió en los estudios de televisión y se enfrentó en vivo y en directo a Fidel Castro, que había acusado a la Embajada de España de conspirar contra el nuevo régimen. Cuando en plena noche, Castiella, el ministro de Exteriores, alarmado por el grave incidente, despertó a Franco por teléfono para contarle lo sucedido, la instrucción de Franco fue: «Castiella, usted es el ministro, haga lo que crea oportuno. Con Cuba, cualquier cosa menos romper». Aparte de la especial proximidad sentimental y humana con la última colonia española en América, estaba la proximidad de dos gallegos, uno en El Pardo y otro en La Habana: ninguno de los dos partidarios de la democracia. Además, Castro, en su estampa y figura, y hasta en su prosopopeya, representaba fielmente a Don Quijote y sus causas perdidas; es decir, al biotipo más español.
El franquismo y el castrismo fueron sistemas antagónicos, pero ya se sabe que los extremos se tocan. Eso derivó en un amor difícil, pero amor de fondo, al fin y al cabo. Lo cierto es que la España de Franco se negó a secundar el bloqueo a Cuba, que tanto contribuyó a que el castrismo se radicalizara y se echara en brazos de la Unión Soviética. Como datos más significativos, se mantuvo La Trasatlántica y siguieron los vuelos de Iberia entre Madrid y La Habana. La expulsión de setecientos curas españoles y la expropiación de bienes españoles sin indemnización, valorados en 350 millones de dólares de 1968, fueron momentos críticos, pero no repercutieron ni en las relaciones de fondo ni en las relaciones comerciales. En momentos de gran penuria en los transportes, los autobuses españoles Pegaso comenzaron a recorrer las calles cubanas y los camiones Barreiros, las carreteras. El dato concluyente es que, a la muerte de Franco, en 1975, Castro, que había prohibido antes que denigraran en la Prensa al jefe del Estado español, llamándolo, por ejemplo, «el enano de El Ferrol», ordenó tres días de luto oficial, detalle que no tuvo con Mao Zedong un año antes, a pesar de ser de su misma cuerda ideológica.
Con la llegada de la democracia siguió cultivándose entre Madrid y La Habana este amor difícil, con encuentros y desencuentros. El 9 de septiembre del 78, al final del periodo constituyente, el presidente Suárez acudió a Cuba en visita oficial para escándalo de los sectores más conservadores, incluso dentro de su propio partido. Era el primer hombre de Estado occidental que visitaba oficialmente Cuba. Fidel Castro lo esperaba al pie de la escalerilla del avión. Y se dieron un gran abrazo. Eso no les costaba mucho: los dos eran grandes «abrazadores». El encuentro fue cordial. El presidente Suárez quería venderle a Castro el modelo español de acceso a la democracia. De paso, la foto con Fidel le servía para contrarrestar la campaña del PSOE acusándole de girar a la derecha. Pero, sobre todo, necesitaba los buenos oficios del líder cubano en la lucha contra el insufrible acoso del terrorismo de ETA, una verdadera pesadilla entonces. Se había detectado la presencia de etarras en la isla.
No era la primera vez que Castro colaboraba con España. Cuando la «crisis canaria», su influencia, sobre todo con Angola, ayudó a desactivar los peligrosos propósitos descolonizadores iniciales de la Organización para la Unidad Africana. La controvertida presencia de España al año siguiente en la VI Cumbre de no Alineados, con Carlos Robles Piquer, el cuñado de Fraga, al frente, dio pie a otro momento de tensión, cuando Fidel Castro proclamó que sería un error la entrada de España en la OTAN y el presidente Suárez le contestó con una enérgica nota diciéndole que ésa era una injerencia intolerable.
En 1984, con Felipe González en La Moncloa, Fidel Castro hizo una inesperada escala en el aeropuero de Barajas. Volvía de Moscú con el sandinista Daniel Ortega en un avión de Aeroflot. Pararon cinco horas. El líder cubano habló por teléfono con el Rey y bromeó con González: «Te he metido un gol», le dijo. El «caso Eloy Gutiérrez Menoyo», uno de los históricos de la revolución, nacido en Madrid e hijo de un destacado miembro del PSOE, que llevaba veintiún años en la cárcel, donde fue torturado, enturbiaba las relaciones. Por fin fue puesto en libertad un mes después de la visita que hizo a La Habana el presidente González. Lo más llamativo de esta visita fue la foto de Fidel Castro y Felipe González en el cabaret Tropicana. Ni las sucesivas declaraciones altisonantes de Castro sobre el Quinto Centenario del Descubrimiento de América, ni la crisis de los cubanos refugiados en la Embajada española en julio de 1990, ni la persistencia de presos políticos, ni la falta de libertades y derechos humanos, ni otros incidentes puntuales impidieron que Castro pudiera visitar por fin oficialmente España para asistir en Madrid a la II Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno. Para entonces ya había caído el muro de Berlín y Moscú le había cortado el grifo a la isla. Eran tiempos nuevos. El mundo cambiaba.
Fidel llegó rodeado de una gran escolta. Y cumplió su sueño de visitar antes de morir Láncara, la aldea de Lugo donde nació su padre. Hizo de servicial anfitrión Manuel Fraga, que siempre tuvo presentes sus orígenes cubanos y con el que Castro se entendió bien, a pesar de las abismales diferencias ideológicas. Lo mismo que había pasado con Franco: entre gallegos andaba el juego. Fidel Castro y Manuel Fraga sacaron tiempo para jugar una partida de dominó. Y es que la fuerza de la sangre y de la historia es más poderosa que las distancias políticas, aunque conduzca, en este caso, a amores difíciles y tormentosos.
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