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El ataque que puede cambiar el mundo
La ofensiva ha consistido en tres ataques aéreos y misiles proyectados contra instalaciones utilizadas para la producción y almacenaje de armas químicas
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha agradecido a Francia y a Reino Unido su colaboración en el ataque ejecutado esta madrugada contra instalaciones del Gobierno sirio y ha proclamado "misión cumplida"en relación a esta operación.
Desde que el presidente advirtiera de que Estados Unidos arrojaría una salva de misiles bonitos e inteligentes se trataba de elucidar las dimensiones del ataque. ¿Sería similar en ambición y alcance al de 2017, cuando el Ejército estadounidense arrojó 57 proyectiles de crucero contra la base aérea que almacenaba las armas químicas empleadas por Bachar al Asad días antes? Nadie en Washington olvida que apenas 24 horas después, la base estaba operativa y la aviación del Ejército sirio despegaba desde sus pistas, supuestamente inutilizadas por la lluvia de Tomahawks, para castigar a las tropas rebeldes.
Cuando en la noche de ayer el presidente Trump, coordinado con Francia y Reino Unido, volvió a dar luz verde a un bombardeo el riesgo más evidente pasaba por la posibilidad de agredir a las tropas rusas. Una hipótesis funesta que convierte cualquier maniobra en una ruleta rusa de consecuencias impredecibles. Normal que el secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, advirtiera horas antes contra el riesgo de una nueva Guerra Fría. Un augurio tan siniestro como inocuo: en realidad el peligro real es peor. Mucho peor. No por casualidad el Boletín de Científicos Atómicos considera que la posibilidad de una guerra nuclear es similar a la que el mundo vivió en 1953, cuando las dos superpotencias ensayaron sus primeras bombas de hidrógeno.
El ataque realizado durante la madrugada de ayer empleó el doble de misiles que en 2017, un centenar, y no se circunscribió a un solo objetivo. Pero en lo fundamental fue, de nuevo, quirúrgico. Más una advertencia, severa y rotunda pero limitada, que una agresión a gran escala. Triunfaban así las tesis del secretario de defensa, James Mattis, y su Estado Mayor. Lo dijo la portavoz del Pentágono, Dana White: «Puedo asegurarle que tomamos todas las medidas y precauciones para atacar solo lo que apuntamos y acertamos exitosamente cada objetivo». Lo reiteró el general Kenneth McKenzie: «Creemos que todos nuestros misiles han alcanzado sus objetivos. Ahora mismo», añadió, «no tenemos constancia de ninguna baja civil». Es más, desde el Pentágono se aseguró que Rusia fue avisada previamente del ataque, aunque desde Moscú afirmaron que no recibieron ninguna notificación al respecto. Desde Occidente, llovieron las felicitaciones a la triple alianza (EE UU, Reino Unido y Francia) que significa en cierto modo un giro al «statu quo» de la guerra siria en la que el régimen de Asad con la vital alianza de Rusia e Irán han conseguido retomar prácticamente la totalidad del territorio y aplastar a los rebeldes.
Todas las precauciones son pocas para una guerra de una complejidad diabólica. Un conflicto que arrancó con las manifestaciones de parte de la población civil, que demandaba la apertura democrática, y la subsiguiente y brutal represión por parte de un Asad que había heredado la presidencia de su padre y mantenía el Estado de excepción desde hacía décadas. Concretamente desde 1963. Asad había jurado que su país sería inmune a la llamada Primavera Árabe y sus concesiones, puro cosmético, no convencieron a los opositores. Las algaradas, la cadena acción/reacción de detenciones, protestas y abusos, la represión feroz, y la inquebrantable voluntad de acabar con el gobierno de un tipo que lleva en el poder desde 2000 –su padre, contrastado golpista, estuvo de 1971 a 2000– derivó en una guerra civil entre la insurgencia prodemocrática, apoyada por EEUU, los grupos terroristas islámicos y el régimen sirio. El conflicto creció hacia la frontera con Turquía e implicaba a los kurdos. Ha provocado medio millón de muertos y facturado exiliados y desplazados por millones: casi 6 millones abandonaron el país y otro tanto tuvo que abandonar su hogar dentro del territorio nacional. Siria, en su día modélico por el grado de desarrollo y su aparente inmunidad al yihadismo, se derrumbaba.
Luego están las frecuentes acusaciones de genocidio, por ejemplo el que habría perpetrado el Estado Islámico contra la minoría cristiana, los ataques con armamento químico de Asad y los asesinatos masivos y la destrucción de patrimonio protegido por la Unesco, responsabilidad, de nuevo, del EI. Primero estuvo la indecisión de Obama, que trazó una hipotética línea roja, el uso de armas químicas por parte del régimen, y luego se desdijo. La participación de actores como Rusia e Irán, aliados del presidente sirio en una estrategia geopolítica que cuenta, del otro lado, con la Liga Árabe, y más allá, con Israel. El martirio de Alepo, emblema de la Siria rebelde. La caída de Raqa, capital del terror yihadista. Las sanciones económicas por parte de EE UU contra Asad. La ayuda militar y logística tanto a los grupos rebeldes como a los kurdos...
«Misión cumplida», escribió Donald Trump en Twitter. Horas antes de ordenar el ataque avisaba que «la respuesta combinada de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia a estas atrocidades integrará todos los instrumentos de nuestro poder nacional: militar, económico y diplomático. De paso insistió en que la respuesta podría prolongarse hasta que «el régimen sirio deje de usar agentes químicos prohibidos», pero la realidad de los últimos años apunta a una insuficiencia radical. Nadie quiere arriesgarlo todo. Nadie quiere que esta sea la guerra del fin del mundo. Mientras tanto el pueblo sirio, no digamos ya sus anhelos de libertad, agoniza.
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