Internacional

El zar reconquista el viejo imperio

Putin definió la caída de la URSS como «la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX». Ahora trata de recuperar el terreno y el tiempo perdidos.

Dos guardias abren las puertas al presidente ruso, Vladimir Putin, en una ceremonia en el Kremlin
Dos guardias abren las puertas al presidente ruso, Vladimir Putin, en una ceremonia en el Kremlinlarazon

Putin definió la caída de la URSS como «la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX». Ahora trata de recuperar el terreno y el tiempo perdidos.

La más célebre frase de Putin afirmaba que «la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX había sido el derrumbamiento de la Unión Soviética». No lo decía meramente como la constatación de un hecho de enorme importancia, sino como algo que además lamentaba profundamente. Y sabía lo que decía. Putin es un devoto del estudio y la práctica de la geopolítica y su trabajo de graduación en la escuela del KGB versó sobre el tema.

Las tradiciones seculares de los estados en política exterior, configuradas por sus condicionamientos geopolíticos, sobreviven las transformaciones ideológicas que implican las grandes convulsiones revolucionarias. Desde que a finales del siglo XV el principado de Moscú rompe sus vínculos de dependencia feudal respecto al dominante poder mongol, la Horda de Oro, la política exterior de Rusia viene definida por una palabra: expansión, expansión en todas direcciones. No cambia con las dinastías ni en el paso de la autocracia zarista al totalitarismo soviético. Desde 1552, con la toma de Kazán, último bastión mongol, hasta 1917, Rusia crece a razón de una media de 100.000 kilómetros cuadrados por año, 73 Españas. Lenin, para consolidar su revolución, tuvo que firmar una paz por separado con Alemania, Brest-Litovsk, en la que hubo de ceder territorios en su frontera occidental. Stalin se dedicó a recuperarlos y ampliarlos.

El desmembramiento de la Unión Soviética supuso una nueva retracción de fronteras. Putin asume ahora la tarea de tratar de recobrar lo que pueda, neutralizar lo que no pueda y retornar a la posición de gran potencia en la escena internacional. Todo ello en un contexto en el que la intangibilidad de las fronteras es un punto nuclear del orden internacional y, desde luego, europeo. Su intervención en Ucrania viola flagrantemente ese orden, la toma de Crimea lo pulveriza. No es su primera acción en ese sentido. En agosto de 2008, aprovechando que los Estados Unidos de Bush bregaban por finalizar la guerra de Irak, le arrancó manu militari a Georgia dos de sus provincias. Georgia buscaba enraizarse en OTAN. Fue un castigo y una advertencia.

Aunque Putin es un frío calculador que mantiene sus cartas bien pegadas al pecho y cuyas palabras están llenas de retórica falaz, de ellas y de sus acciones se pueden deducir algunos rasgos fiables. En la mente de Putin confluyen varias ideas e intereses. Los que conciernen a su régimen y a su interés personal coinciden plenamente pero no se oponen a su patriotismo, al menos a corto plazo. La fortuna económica y política de su séquito de oligarcas depende de la de él y la suya de una amplia aceptación popular. El presidente ruso cultiva en su pueblo un profundo resentimiento por la pérdida de status, supuestamente arrebatado por la perfidia occidental, europea y sobre todo americana, así como un sentimiento histórico de inseguridad. Aunque los manipule cínicamente en su provecho, él comparte ambos instintos básicos. Es una visión hobbesiana del mundo en la que el pez grande se come al chico en cuanto puede. Simplificando, se podría decir sin exagerar demasiado que en el fondo temen una invasión desde el Oeste tal y como ellos harían a la inversa si la correlación de fuerzas les favoreciese. Toda su historia parece avalar esa visión, en un sentido y en el otro. Carlos XII de Suecia, Napoleón y Hitler son ejemplos de su vulnerabilidad.

En esa dinámica, todo lo que se diga sobre la importancia de Ucrania es poco. Frente a ello, los intentos occidentales de acercamiento tras la Guerra Fría no cuentan. Moscú los considerada pura hipocresía. Ucrania es demasiado grande y desastrosa y su nacionalismo demasiado fuerte para reincorporarla. Extirpar la parte oriental más lingüísticamente rusa y quizás la meridional, incluso llegando a enlazar con la república de Moldovia, son posibilidades no descartables. Mientras tanto se propicia la deficiente viabilidad de Ucrania, se pone un incómodo peso muerto sobre Europa y se trata de introducir una cuña en las relaciones atlánticas. Se mantiene también la amenaza y la inseguridad. No es la primera vez que Putin dice de las nuevas repúblicas de Asia central que no son verdaderos países, lo que tiene su fundamento histórico.

Pero el mayor peligro reside en los pequeños países bálticos, en los que Moscú cuenta con quintas columnas rusas que podrían proporcionarle un pretexto en cualquier momento para volver a la carga. Para Polonia es una espada de Damocles siempre pendiente y para la OTAN una pesadilla continua, pues las tiene en su seno. ¿Una guerra por Estonia o la humillación de Europa y la desintegración del vínculo atlántico? Ése podría ser el gran dilema de la Alianza y los líderes europeos en un próximo futuro.

Una lección a Barack Obama

No sólo hay geopolítica fronteriza y sagrados vínculos étnicos en la política exterior de Putin. Se trata de todo el sistema internacional y de la proyección de su país en el mundo. Siria es el punto focal para la vuelta de Rusia a Oriente Medio. Obama le dijo que no sabía dónde se metía. Hasta ahora la experiencia es la inversa. Putin le ha mostrado a Washington con qué poco se puede conseguir una influencia decisiva. El ruso es un jugador arriesgado. Sabe como nadie explotar las debilidades ajenas y convertirlo en popularidad doméstica. Pero hay algo que nunca ha cambiado en toda la historia de Rusia como gran potencia: sus pies económicos siguen siendo de barro.