Crisis migratoria en Europa

Miedo en la frontera

Un grupo de inmigrantes junto a la frontera entre Serbia y Croacia, cerca de la localidad de Sid
Un grupo de inmigrantes junto a la frontera entre Serbia y Croacia, cerca de la localidad de Sidlarazon

Un grupo de jóvenes voluntarios busca cada noche a los refugiados que se esconden de la Policía

La luz añil del cielo se apaga a la par que llegan unas nubes grisáceas cargadas de una llovizna pertinaz. El ambiente, antes acogedor, se cubre con esa aura granulosa de las fotografías antiguas. La tarde en Sid es otoñal, plateada y fría. En ese pueblecito serbio, pórtico que conduce a la frontera croata que desemboca en Tovarnik, se ha instalado el campamento base de un grupo de voluntarios tan jóvenes como diligentes y anónimos. «Nos mueven las ganas de ayudar –nos dice Shalma– ya que nuestros gobiernos tardan una eternidad en organizar los recursos». Esta joven alemana habla español con fluidez y es la responsable de la ayuda procedente de su país. «Por fin un idioma civilizado –bromea su padre, respecto del español– entre tanto inglés y alemán».

Este grupo tan heterogéneo en nacionalidades e idiomas ha transformado un búnker de la guerra serbocroata, al que se accede a través de varios pasillos y una escalera subterránea que nace en los bajos de una iglesia ortodoxa, en el mejor almacén de la solidaridad. Tiendas de campaña, cajas con botellas de agua, mantas, lápices, sacos de dormir, mochilas, fruta, ropa..., un valioso material ordenado con precisión endiablada.

Una nueva babel de la cooperación (belgas, austriacos, croatas, ingleses, alemanes...) había movido ficha. Sus integrantes no forman parte de ninguna ONG, no están sustentados por ninguna estructura formal, no tienen estatutos organizativos, no hay jerarquía, son pocos y se mueven con inteligencia. Esas credenciales son su ventaja y su inconveniente. ¿Por qué? «Los gobiernos se sienten incómodos porque no disponemos de un responsable, carecemos de personalidad jurídica y no solicitamos permiso para trabajar», defiende Gilles, un belga delgado e inquieto que se encarga de movilizar los recursos y organizar las jornadas. «Nos advierten –dice Sharon, la más veterana, una inglesa de unos 50 años– que estas lagunas pueden ser una fuente de problemas para los gobiernos si pasa algo». Sin embargo, éstos toleran sus acciones rápidas y directas porque son solventes. Y lo más importante, están donde no llegan las ONG convencionales. Este grupo de credo común se muestra diligente a la llamada del «Konvoi de los refugiados», una iniciativa difundida en Facebook por estudiantes austriacos.

Rayando las once de la noche, nos adentramos con ellos en un bosque cercano a Sid. En este enclave serbio, la tierra tiene el rostro duro y exhausto de una anciana prostituta maldiciendo entre ataques de tos. Buscar personas en ese océano de maleza en el que, a cada paso, aparecen varios caminos enjutos como nervios es labor de rastreadores de oro. Según varios testimonios de algunos compañeros de viaje, en ese paraje sembrado de atrocidades de la guerra (minas antipersonas, aunque bien señalizadas) se encontraba agazapado un grupo de afganos, temeroso de los policías fronterizos. «No se atreven a cruzar la frontera. Tienen miedo y pasan la noche en el bosque», nos había dicho por la tarde un joven afgano, arquitecto de profesión, que buscaba a su hermano, quien había partido tres días antes que él de Farah y al que le había perdido el rastro.

Acurrucados entre arbustos

Entre un cortinaje de niebla, los jóvenes avanzan con lentitud. Tras unos arbustos frondosos divisamos el campamento. Allí están acurrucados, adheridos unos a otros para mitigar el frío. Las tiendas y las casas abandonadas forman una elipsis que parece el hueco de la soga de una horca, por donde ese puñado de afganos saca la vida anhelando que Alemania no les ahogase cerrando las fronteras. En un inglés quejumbroso y tartamudo, un señor delgado como un arañazo y de barba prominente nos corrobora que no se atreven a cruzar por el corredor. Se cierne sobre ellos la sombra de un mal presagio. «¿Y si nos piden los documentos y averiguan que no venimos de Siria?» Preguntan. Temen ser devueltos a Turquía y de allí, a Afganistán, que es lo mismo que volver a su particular agujero negro. La «orquesta de la solidaridad» lo dispone todo con celeridad. En una noche tan oscura y adversa, las minas del pasado son una grave amenaza. Las criaturas, vencidas por el cansancio, no hallan mejor colchón que la empapada tierra, ofreciendo la sensación de un grave siniestro, como si un artilugio hubiese estallado. No es tal, los críos duermen sin apenas abrigo, dejando que la lluvia golpee sus mejillas y permitiendo que el agua se adentre en sus entrañas. Las madres recogen las provisiones y las guardan, los jóvenes reparten mantas y cubren a los pequeños...

Los adultos, en torno a un cooperante, preparan la estrategia. «Uno de los nuestros se queda aquí –propone Gilles– y mañana os lleva al corredor fronterizo a las diez de la mañana». Siseos, desconfianza, ecos, intercambios de pareceres, idas y venidas entre los afganos... «Tranquilos –continúa–, a esa hora, y con los chalecos de voluntarios, estaremos todos del otro lado. Así cruzaréis la frontera y podremos llevaros al campo de refugiados de Opatovac». Las palabras de Gilles, la leve ventisca, la lluvia débil, el rumor de las copas de los árboles... parecen calmarlos.