África

Millones por el crudo, cero hospitales: la desigualdad petrolera en Nigeria

Jonathan tiene 17 años y una herida infectada. Vive donde se extrae el petróleo nigeriano, pero está a cuatro horas del hospital más cercano. Su historia resume una injusticia estructural

Nigeria
NigeriaAlfonso Masoliver

Un joven nigeriano de diecisiete años tiene un feo corte en el dedo. Se ha infectado. Un pus amarillento supura de la herida y el dedo está hinchado, rígido, como una patata en un campo de zanahorias. El joven se llama Jonathan y es pescador.

Se cortó arreglando su red, hará cosa de una semana, después de que un amigo hiciera una gracia que le hizo reír más de la cuenta. Una risa y luego un grito y luego unos labios que se acercan a la herida para chupar la sangre y maldecir. Al principio no le dio importancia porque el corte era pequeño y porque Jonathan es joven y fuerte, es posible que piense que nada podrá con él. Incluso ahora, cuando la herida emite un olor a rancio y ácido, la mira como asombrado de que no se haya curado aún. Él no se preocupa, sus padres no se preocupan, sus amigos no se preocupan.

Cuando este periodista rompe la cuarta pared para decirle que debe ir a un hospital con urgencia, ese mismo día, Jonathan observa a su alrededor con el mismo aire de sorpresa. Su aldea se encuentra encajonada en las profundidades del Delta del Níger. Está tan encajonada que ni siquiera tiene nombre en Google Maps. Su aldea, su mundo, sus alegrías y miserias son una pequeña mancha anónima en el mapa.

El entorno lo esculpen formas milenarias: los bosques donde entierran a los antepasados, los retorcidos arbustos de los manglares y el agua turbia, como enfurecida, que corre desde las entrañas de África hasta el Atlántico. Acaso podrían considerarse novedosas las casas de cemento de su aldea. Pero aquí no hay semáforos, ni aceras, ni carreteras, ni coches, ni motocicletas, ni escuelas, ni terrazas donde sirvan cerveza fría, ni cajeros automáticos, ni centros comerciales, ni estaciones de policía. Tampoco hay hospitales o centros de salud. Aquí sólo hay vegetación, agua y casitas de cemento que se tambalean.

Todo lo demás se encuentra en Warri. Y sólo se accede a Warri, la gran ciudad, tras recorrer cuatro horas de laberintos del delta en una lancha que pasa cuando pasa. ¿A qué hospital va a ir hoy Jonathan? Es tarde, hace horas que el sol se despeñó hacia la izquierda. Quizás mañana. Y si mañana no pasa ninguna lancha dispuesta a llevarle, pues al otro. Y si surge algún gasto inesperado que le obligue a utilizar sus escasos ahorros, en ese caso esperará una o dos semanas más antes de ir al hospital. El hospital es ese edificio lejano y casi inaccesible, digamos que un lujo, que no entra en las prioridades del joven Jonathan, el indestructible.

En una conversación posterior con el doctor Ahmed, médico del Hospital de Yenagoa, se le pregunta si el joven Jonathan habría ido a un hospital de haberlo tenido más cerca. El galeno no lo duda. Es evidente que sí. Si Jonathan viviera cerca de un centro de salud, o de un dispensario, el sistema sanitario habría estado integrado en su vida desde su niñez; es decir, que Jonathan habría aprendido hacía muchos años que ir al hospital es una buena idea. Al hacerse la herida (al menos, antes de que se infectara hasta este extremo) habría paseado los diez minutos que separan su casa del centro de salud para solicitar una cura. Igual que habría hecho otras veces en el pasado.

Cincuenta kilómetros sin hospitales

Pero Jonathan nunca ha sabido lo que significa pasear al centro de salud. Para él, ir al dispensario o al hospital es un viaje. No se trata de caminar diez minutos y proseguir con su día. Se trata de buscar un hueco en su agenda de supervivencia al día, pedir favores a amigos que puedan sustituirle en las redes, encontrar una lancha, pagar, recorrer el largo camino, buscar un transporte que le lleve desde el puerto hasta el hospital de Warri, esperar a ser atendido en ese entorno desconocido para él. Quizás le atiendan ese día, quizás al siguiente.

Luego salir al estruendo de la gran ciudad, tan diferente, tan despiadada, y mirar el sol y comprender que ese día no volverá a su casa. Buscar dónde dormir. Pagar el alojamiento, quizás. Tener la suerte de encontrar a la mañana siguiente una lancha que le lleve a su aldea, allá, lejos, esperar cuatro horas, pagar más dinero, llegar. Y ya sentado a la sombra del árbol que hay junto a su casa, darse con la mano en la frente: olvidó comprar las vendas. Es un despiste que le puede ocurrir a cualquiera.

Considerando esta pequeña aventura, es lógico que Jonathan mire al hospital como una última opción. Han pasado tres meses desde aquella imagen. Puede que Jonathan haya ido al hospital después de perder el dedo, habiendo comprendido de una forma íntima y dolorosa que no es invencible. Puede que no. Puede que su dedo se haya curado milagrosamente, gracias a los remedios locales y al agua del río donde se vierten alrededor de 1.400 toneladas de petróleo al año.

El doctor Ahmed habla del metano, el sulfuro, el carbono y el nitrógeno que flota en las aguas del delta como resultado de los vertidos de petróleo en la región de Nigeria más rica en recursos... y de las más pobres en todo lo demás. Habla de brotes letales de malaria en las aldeas afectadas, de cánceres de piel, de cegueras y de enfermedades gastrointestinales provocadas por el consumo de agua contaminada.

Habla de abortos prematuros y de mortalidad infantil. Incluso en Yenagoa, donde él vive, lejos de las zonas de extracción, asegura que "hay mañanas donde pasas la mano por tu coche y tienes el dedo negro". Es por ese polvillo irrespirable que mana de la tierra, abierta en canal. Explica que hubo un programa de Médicos Sin Fronteras donde unos pocos médicos voluntarios vivieron temporalmente en aldeas como la de Jonathan. Pero ninguno duró demasiado. Nadie entre los voluntarios quería morir joven, ni vivir en ese ambiente inmundo, y el programa se canceló.

Desde Okuntu, en la desembocadura del delta, muy próximo a la aldea de Jonathan, hasta Warri, hay exactamente cero hospitales. Cincuenta kilómetros. Con el añadido de que no les separa una carretera, sino la serpiente de agua del Níger. El doctor Ahmed no es quisquilloso. No le importa demasiado que no haya hospitales suficientes en la zona, siempre que los accesos a los ya existentes sean mejores; él y muchos entre los suyos consideran que podrían construirse puentes y carreteras a la ciudad.

Al final, la mayor fuente de riquezas que hay en Nigeria es el petróleo (30.000-50.000 millones de dólares anuales), y el petróleo está en la tierra de Jonathan y de los suyos, aunque Jonathan y los suyos hayan caído en el lado equivocado del trato y sean pescadores en lugar de prestigiosos ingenieros. Parece sensato que el pago mínimo por su sacrificio sea el de un sistema sanitario básico. Si el mundo fuera un lugar sensato, claro está.