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Mis vecinos los masais

Celebrando el acuerdo con las familias masais
Celebrando el acuerdo con las familias masaislarazon

Los retos de una familia española que ha cambiado la gran ciudad por el Masai Mara, el parque de vida salvaje más legendario de Kenia

Cuando uno llega a su casa no toca ningún timbre, simplemente camina por la sabana entre manadas de cebras, ñus y gacelas. Por las noches, no te despierta el camión de la basura, sino el aullido de las hienas o los rugidos de una cacería de leones. Los días empiezan muy pronto y se despiden temprano, al ritmo del sol. No, aquí no hacen falta relojes. Y tampoco hay nadie puerta con puerta a quien pedirle un poco de sal. Los vecinos más próximos son los masais, una de las tribus más famosas de África.

¿Cómo se pasa de vivir en una gran ciudad como Madrid a asentarse en el Masai Mara, el santuario de vida salvaje de Kenia? Ana y Aldo tienen la respuesta. Los dos tenían un trabajo estable en España y lo dejaron todo hace seis meses para embarcarse en una aventura de esas que obligan a quienes la escuchan a escarbar en sus inseguridades. Con su hijo de cuatro años, Lucas, decidieron afrontar el reto de regentar un campamento, el Kandili Camp, en el área de conservación de Mara North. Y cambiar la ciudad por la sabana, los atascos por las manadas de animales campando a sus anchas a su alrededor, el ruido por el silencio, renunciando también, desde luego, a muchas comodidades.

Algo diferente

"Queríamos hacer algo diferente, afrontar nuestros miedos y nos ayudó mucho que la gente a nuestro alrededor se contagió de nuestro entusiasmo", asegura Aldo, ingeniero de 42 años. Ana, su mujer, de 38, cree que lo más complicado es afrontar las inevitables diferencias culturales. "Se pierde mucha energía intentando que las cosas salgan bien y a tiempo. Hace falta mucha paciencia y perseverancia", reconoce.

Primero tuvieron que cerrar un acuerdo con las siete familias masai propietarias de las 200 hectáreas de tierra. La mayoría sólo hablaba maa, la lengua de los masais, y apenas alguno chapurreaba un poco de inglés. La deliberación se prolongó entre sorbos de té y bocados de mandasi (pastas tradicionales). "Hablaban muy alto y no entendíamos nada. Hasta que, de repente, todos se callaron y uno de ellos nos dijo que estaban muy felices de que nos trasladáramos a vivir aquí y que éramos bienvenidos", recuerda Ana. "Son muy acogedores y se ilusionaron mucho con el proyecto -dice Aldo-. Les abres una ventana de vida y lo viven como niños. Nos daban las gracias por ofrecerles la oportunidad de trabajar con nosotros". Y es que la mayoría de los trabajadores del campamento son masais, de la manyatta (poblado) cercana.

Por delante, el matrimonio tenía una tarea ardua: enseñarles a realizar tareas a las que no están acostumbrados: hacer las camas, abrir una botella de vino con un sacacorchos, colocar los cubiertos en una mesa... "La primera vez que colocamos las bolsas de agua caliente debajo de las sábanas para calentar las camas -cuenta Ana- preguntaban para qué servían. Cuando escucharon que era para no pasar frío no entendían nada. ¿Y dónde se meten los pies?, nos dijeron". "Un día nos trajeron jamón de España y lo que sobró lo metieron en el congelador. Casi me da algo...", añade con una comprensiva sonrisa.

Pesa más lo bueno

Pero, pese a los pequeños contratiempos, pesa mucho más lo que reciben de ellos. "Nunca olvidaré el día que fuimos siguiendo las huellas de un leopardo -explica Ana- o el agradecimiento de unas mamas a las que sorprendió la lluvia camino de su manyatta y a las que acogimos en el campamento.Les dimos de cenar y durmieron en una de las tiendas. Era la primera vez que dormían en una cama y que alguien les servía la cena". "Cuando vas con ellos a cortar madera y te ven con la sierra -tercia Aldo- se ríen de ti. A ellos les basta con su panga (cuchillo) y lo hacen mucho más rápido que tú". Pero donde no llegan los hábitos occidentales sí lo hacen las nuevas tecnologías: William, el guía masai del Kandili, tiene móvil con conexión a internet y cuenta en facebook.

Lidiando con las dificultades -"si te falta un tornillo lo tienes a siete horas y eso te provoca pesadillas", admite Aldo-, su escala de valores se está recomponiendo a marchas forzadas. "Lo mejor es la paz y el contacto con la naturaleza. Aquí no te acuerdas de los ERE ni de la prima de riesgo", asegura su esposa. "Cuando estás de bajón, es más complicado, pero cuando eres feliz eres mucho más feliz -suscribe él-. Para mí, el futuro es que cada decisión de tu vida sea tuya y no impuesta por convencionalismos sociales".

Quienes sean padres seguro que se han preguntado si es éste el mejor lugar para educar a un hijo de corta edad, que corretea por la sabana con la misma naturalidad con la que sus antiguos compañeros de guardería en España disfrutan de un parque infantil. Aunque aquí, en vez de toboganes y columpios hay animales salvajes. Ellos, desde luego, también tuvieron dudas. "Antes de tomar la decisión hablamos con su profesora y nos dijo que lo que Lucas iba a aprender con esta experiencia no se enseña en la escuela y no lo olvidaría en la vida. Entonces ya no tuvimos ninguna duda", cuenta Aldo. Cómo para olvidarlo.