Restringido

Nunca hay que rendirse

Hiroo Onoda (91) / Ex teniente japonés. Adiós al oficial que prosiguió su lucha 30 años después de la II Guerra Mundial

Hiroo Onoda durante su entrega en 1974
Hiroo Onoda durante su entrega en 1974larazon

Que los combatientes japoneses eran especialmente disciplinados no lo dudaba nadie. En 1905, habían batido en toda regla al Ejército ruso y desde los años 30, habían desencadenado una guerra sin cuartel en China. Pero su concepto de la lealtad iba mucho más allá de lo que podía entender un europeo. Incluía, por ejemplo, el compromiso de quitarse la vida antes que entregarse vencidos a un enemigo. Partiendo de esa base, no extraña ni el movimiento de los kamikaze ni tampoco el que despreciaran –y maltrataran hasta límites indecibles– a los soldados aliados que capitulaban. Las fuerzas del emperador de Japón actuaban así por la sencilla razón de que no entraba en sus parámetros que un combatiente con el más mínimo sentido del honor pudiera entregar sus armas. Antes que hacerlo, siempre era preferible arrancarse la vida. En Okinawa o en Iwo-Jima, por citar dos ejemplos paradigmáticos, prefirieron lanzarse antes a cargas suicidas que entregarse, y, de no ser por las bombas atómicas y la renuncia de Hiro-Hito a continuar la lucha, la conquista de Japón hubiera costado la vida previsiblemente a un millón de norteamericanos y a más de 200.000 británicos, que habrían tenido que conquistar palmo a palmo cada isla. Pero no todos aquellos irreductibles luchadores se dieron a la muerte. Algunos prefirieron ocultarse y seguir enfrentándose con el enemigo. Fue el caso de Hiroo Onoda, un oficial de inteligencia, que hasta 1974 estuvo oculto en la jungla de Filipinas decidido a no sucumbir ante las tropas que habían desembarcado en las islas tres décadas antes. No fue tarea fácil, porque no sólo el Ejército filipino le seguía las huellas, sino que él mismo no perdió ocasión de seguir causando bajas a un adversario que no era tal desde mucho tiempo atrás. En 1950, uno de sus compañeros ya había informado de su existencia, pero aquellos datos no sirvieron para capturarlo. De hecho, su último camarada cayó en un tiroteo con el Ejército filipino en fecha tan tardía como 1972. Onoda sólo aceptó rendirse cuando su último mando desembarcó en la isla de Lubang y logró convencerle de que la guerra había terminado y, por lo tanto, no tenía sentido continuar aquella vida. Onoda se entregó vestido con sus medallas, su katana y su uniforme, sorprendentemente pulcro tras tantos años de vida en la selva.

Teóricamente, debería haber sido juzgado, porque en el curso de aquellos años había dado muerte, solo o en compañía de sus camaradas, a unas treinta personas. El presidente Marcos prefirió perdonarlo y Onoda regresó a Japón. No logró adaptarse a aquel mundo nuevo y en 1975, a los pocos meses, emigró a Brasil y se convirtió en granjero. En 1984, retornó a Japón y se dedicó a abrir campamentos para niños. Su caso no fue excepcional. En 1972, Soichi Yoko, se había rendido en la isla de Guam y todavía en 2005, circularon noticias que hablaban de dos japoneses que, en los años ochenta, se ocultaban en la isla de Mindanao decididos a continuar resistiendo, fundamentalmente, porque temían que se les juzgara por deserción. Hiroo Onoda, de 91 años, falleció este jueves en un hospital de Tokio. Su mundo había muerto mucho antes.