Política

La amenaza yihadista

Salvajismo enemigo

La Razón
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Nada más colgar el Estado Islámico (EI) su vídeo mostrando la espantosa decapitación del periodista estadounidense James Foley, comenzó la fiebre por censurarlo. «No vea el vídeo. No lo comparta. No es así cómo debería ser la vida», pedía ansiosa Kelly, hermana de Foley, en un mensaje en Twitter que fue muy retuiteado. Miles de usuarios de las redes sociales, periodistas algunos de ellos, pidieron un #ISISapagónMediático –hashtag que enseguida se hizo viral– y el consejero delegado de Twitter Dick Costolo anunció que la compañía «está cerrando las cuentas que están relacionadas con esta reproducción». YouTube retiró las versiones del vídeo colgadas en su portal invocando su política de «violencia gratuita, incitación al odio e incitación a la autoría de actos de violencia».

La mayoría de los conglomerados mediáticos de referencia eligieron no emitir ni mostrar los vídeos, ni publicar fotografías que mostraran a Foley siendo decapitado. La excepción fue el «New York Post», que publicaba una fotografía en portada mostrando al periodista justo en el momento en que el cuchillo pasaba por su garganta, con el breve titular: «SALVAJES» Por hacerlo, el diario fue vehementemente criticado. El editor de Buzzfeed, Adam Serwer, plasmaba la opinión generalizada de que dar publicidad a la grotesca imagen era dar a los terroristas la notoriedad que anhelan. «Estoy bastante seguro de que el EI no podría estar más contento con la portada del 'New York Post' de hoy», tuiteaba.

¿Habría sido ésa la reacción de Foley? ¿Habría él reivindicado un apagón mediático y reclamado la autocensura? ¿O desearía que la gente decente de todas partes tuviera conocimiento –y sí, que viera– los crímenes que están siendo cometidos por asesinos indecentes sin escrúpulos que se hacen llamar el Estado Islámico? El intrépido y compasivo periodista de New Hampshire no se desplazó a Siria para sanear y suavizar los horrores que tenían lugar allí. Se marchó a documentarlo y denunciarlo. El vídeo de 4 minutos y 40 segundos que recoge los últimos momentos de la vida de Foley puede ser eficaz propaganda yihadista diseñada para intimidar a los enemigos del EI y reclutar más fanáticos en su causa. Pero también es un contenido clave de la actualidad por el que Foley arriesgó todo. Esa crónica le costó su vida. Lo menos que podemos hacer es ser testigos del valor y la dignidad con los que encontró su tremendo final. Cualquiera con corazón entiende la razón de que los angustiados seres queridos de Foley quieran que se censure la depravación de sus asesinos.

Cuando el periodista de «The Wall Street Journal» Daniel Pearl fue decapitado por Al Qaeda en el año 2002, sus parientes difundieron una súplica parecida. «Debemos eliminar toda producción criminal terrorista de nuestros portales y acceder a censurar tales escenas en el futuro», instaba el padre de Daniel, el científico Judea Pearl, en un ensayo publicado. Pero nunca vamos a triunfar sobre un enemigo tan bárbaro y totalitario como el Estado Islámico si evitamos mirar lo que hace a quienes vence. Hay ocasiones en las que es necesario mirar al mal, no solamente leer de él o escuchar de él. Las imágenes, sobre todo las de la inhumanidad del hombre con el hombre, pueden trasladar a menudo verdades y arrojar luz sobre la realidad con una urgencia que las palabras mejor elegidas no pueden igualar. Habría sido impensable que los medios censuraran las fotografías y los vídeos de la carnicería del Maratón de Boston el año pasado, o de los cadáveres mutilados de soldados estadounidenses arrastrados por Mogadiscio en el año 1993, o del asesinato del senador Robert Kennedy en el Ambassador Hotel de Los Ángeles en 1968. Al jurado del juicio de Whitey Bulger no le contaron lo que el gánster hizo a sus víctimas simplemente. Le mostraron las repulsivas fotografías del lugar del crimen. Cierto, las redes sociales como Twitter o Facebook no tienen ninguna obligación de brindar una plataforma a los actos irracionales y desequilibrados de terroristas. En calidad de empresas privadas, tienen todo el derecho a implantar normas de imagen, seguridad e interés público. También, por supuesto, las empresas de información, que llevan muchos años peleando con tales dilemas. No hay una prueba universal que siempre pueda distinguir lo que es vital y digno de aparecer de lo que es simple sensacionalismo gratuito. Pero este caso no es decisión difícil. Lo que vale para el vídeo de la decapitación de Daniel Pearl vale para la de James Foley. Vale para los demás vídeos de decapitaciones y crímenes a gran escala que los terroristas del EI se han puesto a diseminar mientras su llamado califato se extiende por Siria e Irak.

Ellos aclaran más allá de cualquier desmentido la monstruosidad integral de un enemigo al que hemos de destruir, o seremos destruidos. James Foley no ocultó esa verdad evidente. El resto de nosotros no deberíamos tampoco.
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*Columnista de «The Boston Globe»