Carolina

Trump arrastra a los republicanos a la línea dura con la inmigración

El discurso de los conservadores sobre la política migratoria se endurece de cara a las citas de Nevada y Carolina del Sur. Tres de los cabezas de lista tienen origen extranjero. El padre del magnate ocultó su pasado alemán durante años y su hijo mantuvo la confusión

La ola popular y populista. Trump sigue encabezando los sondeos con una ventaja de 16 a 19 puntos en Nevada y Carolina del Sur, respectivamente
La ola popular y populista. Trump sigue encabezando los sondeos con una ventaja de 16 a 19 puntos en Nevada y Carolina del Sur, respectivamentelarazon

El discurso de los conservadores sobre la política migratoria se endurece de cara a las citas de Nevada y Carolina del Sur. Tres de los cabezas de lista tienen origen extranjero. El padre del magnate ocultó su pasado alemán durante años y su hijo mantuvo la confusión

Dice Alexander Burns, reportero del «The New York Times», que los republicanos, incapaces de responder al auge del populismo, compiten por ser el más férreo. Andan disfrazados de sheriff. Intercambian alegres las caretas de Harry el Sucio y alcanzan el punto crítico con la cuestión migratoria, madre de todas las imposturas. Mientras Obama agita el palo y la zanahoria, las acciones ejecutivas en favor de los hijos de indocumentados y las redadas y deportaciones para expulsar a sus padres, mientras el candidato Bernie Sanders agita un discurso contradictorio, buenista y fantasioso, los republicanos ven cómo sus propuestas se hacen solubles en el aceite hirviendo de una indisimulada xenofobia.

Aunque después de la derrota de Mitt Romney los consejeros del partido ya concluyeron que convenía abandonar las posiciones pétreas, aquel duro abecedario que identificaba a los inmigrantes con delincuentes, entre otras cosas porque el censo electoral, repleto de asiáticos e hispanos, está muy lejos de la visión monocorde de una América blanca, el partido ha vuelto por donde solía, espoleado por la retórica nitroglicerina de Donald Trump, que basa su éxito en el uso y disfrute de una violenta denuncia de los supuestos privilegios que disfrutan los indocumentados, el riesgo mortal que enfrenta el país si no se les reduce y la imperiosa exigencia de ponerlos al otro lado de la frontera.

Ante semejante panorama, las élites del partido, que contaban con que el fenómeno populista habría remitido hace meses, no saben si optar con contraprogramar la demagogia con más demagogia o renunciar al fango. La primera opción los situaría en una postura indefendible frente a las crecientes minorías; la segunda los condena a granjearse las iras de la minoría más radical y ruidosa. La política y el sofismo, los intereses de Estado y las frases grandilocuentes bailan entrelazados y amenazan con reforzar la imagen tóxica de un partido enemistado con los de fuera, torpedeando sus aspiraciones a la Casa Blanca.

Así las cosas, las primarias en Nevada y Carolina del Sur, próximas estaciones, multiplicarán los «discursos alineados con la línea dura respecto a la seguridad en la frontera y los inmigrantes» (Burns). Poco importa que el número de indocumentados permanezca estable desde hace cinco años. O que el número de inmigrantes ilegales procedentes de México haya bajado en un millón, de 6,4 millones a 5,9, entre 2004 y 2009. O que el 5,1% de todos los trabajadores de EE UU sean inmigrantes ilegales. O, ¡ay!, que el último presidente que abrió el camino hacia la residencia permanente fue Ronald Reagan, que en 1986 concedió la Tarjeta Verde a 2,7 millones de ilegales. «Estaba en sus huesos», le explicaba Peter Robinson, antiguo colaborador de Reagan, a la emisora de radio NPR, «formaba parte de su concepción de América, que el país debía de estar abierto a aquellos que quisieran unírsele». La visión de Reagan encaja mal con discursos como el de Donald Trump, que ha repetido en numerosas ocasiones su intención de «construir en la frontera con México un muro enorme, enorme, y obligaré a México a que lo pague». Acaso nada encarne mejor la dimensión de la tragicomedia que la ambigua relación de los candidatos con sus orígenes. Especialmente sangrante es el caso del propio Trump, nieto de inmigrantes alemanes, cuyo abuelo, Fiedrich, llegó a EE UU en 1885. Dice «The Economist» que el padre de Trump, Fred, ocultó sus raíces germanas a partir de la Gran Guerra, y que el relato familiar a partir de entonces consistió en jurar que descendían de suecos. Donald mantuvo la confusión durante años.

De sus rivales cabe destacar casos tan dramáticos como el de Marco Rubio, hijo de inmigrantes cubanos, que pactó una reforma del sistema migratorio con varios senadores demócratas, luego bloqueada. A la vista del cariz que ha tomado la campaña prefiere no insistir en el particular. A Rubio le han colgado una fama de blando, un anatema como de traidor o infiltrado, que repercute entre los electores del Tea Party. Entre tanto Ted Cruz, hoy vocero de la línea dura, nació en Canadá y también es hijo de cubanos, pero ha olvidado su pelea en favor de multiplicar el número de visados H1-B, concebidos para reclutar profesionales extranjeros; hoy quiere encarcelar a los indocumentados reincidentes y bloquear cualquier posibilidad de que los ilegales alcancen la ciudadanía. Jeb Bush, casado con una mexicana, no tiene claro si reforzar su dudoso perfil de halcón, porque propone que los ilegales paguen una multa y obtengan permisos de trabajo provisionales.