Bruselas
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La prensa jugó un papel fundamental en la representación del conflicto, tanto para hacerle propaganda como para descubrir a la población civil el sufrimiento y horror que se vivía en las trincheras.
La prensa jugó un papel fundamental en la representación del conflicto, tanto para hacerle propaganda como para descubrir a la población civil el sufrimiento y horror que se vivía en las trincheras.
La guerra que asoló Europa entre 1914 y 1918 fue, además de una guerra de trincheras, una guerra de palabras. Escribir sobre periodismo durante la Gran Guerra significa, inevitablemente, tener que hablar de censura y propaganda. La Prensa jugó un papel fundamental en la representación del conflicto y también fue una de sus grandes víctimas. Así lo explicó el historiador Philip Knightley: «La guerra contribuyó deliberadamente a diseminar más mentiras que en cualquier otro momento de la historia». Tras el estallido de la contienda, los países implicados activaron diversos mecanismos de propaganda y control para defender los ideales de la patria, mantener la moral de la nación y demonizar al enemigo. Tan pronto como comenzó los medios se afanaron en promocionar la guerra. No fueron pocas las plumas que apoyaron una u otra causa desde la retaguardia. H.G. Wells, Arthur Conan Doyle, J.M. Barrie y May Sinclair, en Gran Bretaña, o Henry James y Edith Wharton, en Estados Unidos, escribieron artículos y poemas para la Prensa, formaron comités de apoyo y se adhirieron a manifiestos redactados por las distintas secciones de propaganda. En el verano y otoño de 1914 la Prensa de todo el mundo se inundó de artículos que defendían con fervor la intervención militar. La información sobre lo que realmente estaba sucediendo en el frente era, sin embargo, escasa. Un halo de misterio rodeaba a todo lo relacionado con el desarrollo de la contienda: los informes sobre las batallas eran superficiales, incluso crípticos. En un principio, la devastadora realidad de la guerra moderna apenas se dejó ver en la Prensa. Los distintos países implicados prohibieron inicialmente el acceso de los periodistas al frente. Y así fue hasta mediados de 1915, cuando se organizaron visitas guiadas a los campos de batalla. Los periodistas e intelectuales autorizados visitaron áreas muy acotadas, vieron cómo era el día a día en las zonas cercanas a la línea de fuego o visitaron hospitales cerca del frente. En sus textos, la guerra se refleja de forma oblicua, mientras las miserias de la vida en las trincheras permanecían ocultas a la opinión pública. Los reportajes sobre estas visitas eran meras réplicas unos de otros, carentes de frescura, terriblemente partidistas y al servicio de la propaganda. Estas visitas tuvieron especial impacto en estados neutrales como España o Estados Unidos, pues los países beligerantes avasallaron con una guerra de palabras a la opinión pública. Autores como Ramiro de Maeztu, Pérez de Ayala, Gaziel y Valle-Inclán visitaron diferentes zonas del frente invitados por los gobiernos de Francia e Italia y escribieron sobre la desolación que encontraron a su paso. Carmen de Burgos y Gómez de la Serna también aprovecharon su tiempo en París en 1916 para visitar los diferentes «teatros de la guerra» y traer a España una visión de las consecuencias del conflicto. Generalmente, los aliados gozaron de mayor apoyo y la propaganda se centró, en gran medida, en diseminar las atrocidades alemanas, pero también en denunciar el lado más cruento de la guerra: el de los efectos producidos en la desamparada población civil de Francia o Bélgica. Hubo, sin embargo, una serie de corresponsales que trataron de burlar el status quo. Al principio de la guerra, cuando el acceso de civiles al frente estaba totalmente prohibido, numerosos periodistas se embarcaron en una cruzada personal por ver y escribir sobre lo que ellos consideraron «la madre de todas las guerras». Estaban ante un reto histórico: narrar la primera guerra moderna. Philip Gibbs, uno de los corresponsales británicos más importantes de su tiempo, lo anunció en su libro «The Soul of the War» (1915): «Ningún periodista que se respete a sí mismo debía perderse la guerra». Como él, decenas de periodistas sedientos de exclusivas viajaron a Francia y Bélgica en el verano y otoño de 1914 para intentar, muchas veces sin éxito, entrar en «la zona prohibida».
Retrato de la desolación
De sus aventuras por Francia y Bélgica obtenemos los que quizá son los reportajes más fascinantes del periodismo de la Gran Guerra. Frustrados por la imposibilidad de «ver» una guerra invisible y secreta, se vieron forzados a recurrir al ingenio. Así lograron crear unas crónicas que se publicaron por fascículos en revistas como «The Saturday Evening Post» o «Scribner’s Magazine», en las que se unía lo personal y lo histórico, lo subjetivo y lo factual, la anécdota del día y el retrato de la desolación del paisaje. El ya citado Philip Gibbs narra cómo en octubre de 1914 consiguió, tras varios intentos frustrados, su deseado «bautismo de fuego». Gibbs pudo experimentar la guerra «más cercana y de forma más íntima que antes» en Calais gracias a la ayuda de Lady Dorothie Feilding, una aristócrata británica que se había enrolado como conductora de ambulancia en una unidad médica. El coche de Feilding otorgaba a Gibbs el ansiado pase para visitar el frente. Gibbs se unió a ella y colaboró durante un tiempo en su unidad, lo que le permitió visitar Dixmuda durante la Batalla del Yser y encontrarse con un «lugar de muerte y horror». Esta experiencia tan directa y cercana con la muerte permitió a Gibbs obtener uno de los pocos testimonios de un periodista bajo las bombas en 1914. Al otro lado del océano, Richard Harding Davis, «El rey de los corresponsales de guerra», tampoco quiso perderse la Gran Guerra. A sus 50 años, y tras haber cubierto seis conflictos, sabía que la guerra europea era un acontecimiento único y se jugó la vida para escribir sobre ello. Arrestado por los alemanes, que le confundieron con un espía británico, Davis cuenta en su libro «With the Allies» (1915) cómo pudo escapar gracias a la intervención del mismísimo embajador estadounidense en Bruselas, Brand Whitlock, a quien escribió una carta para que interviniera en su liberación. Davis consiguió ser testigo de la quema de Lovaina y de la invasión alemana de Bruselas. Sus crónicas de ambos acontecimientos están entre las más significativas de la historia del periodismo de guerra. Pero no solo los hombres escribieron sobre este conflicto. La guerra fue un tiempo de oportunidad para las mujeres y muchas no quisieron perderse lo que Philip Gibbs denominó «la llamada de lo salvaje». Las estadounidenses Edith Wharton y Mary Roberts Rinehart son dos de los casos más característicos. Rinehart, conocida como «la Agatha Christie americana», supo desde un principio que quería ver la guerra. Wharton, por otro lado, deseaba servir con sus reportajes a la propaganda francófila. Ambas convencieron a sus editores para escribir una serie de artículos sobre la guerra a partir de su experiencia en el frente, a sabiendas de que la historia de una mujer en las trincheras sería un exótico reclamo para los lectores. Rinehart fue testigo del bombardeo de Dunquerque y también formó parte de la primera expedición oficial permitida por los aliados. Ningún periódico se hizo eco de su presencia en la excursión. No obstante, sus artículos desde el frente y una exclusiva entrevista a Alberto I de Bélgica otorgaron a Rinehart un alto nivel de popularidad en Estados Unidos Ambas consiguieron acceder a zonas vedadas a los civiles, con la ayuda en muchas ocasiones de militares sorprendidos por su presencia. Sus reportajes fueron pioneros en una tradición, el periodismo de guerra, eminentemente masculina. Se enfrentaron a la censura pero, además, tuvieron que crear sus propias fórmulas para escribir sobre el conflicto. Incluso se rieron de su inadecuada indumentaria (vestidos largos y tacones) para visitar las trincheras. Este tipo de anécdotas ayudan a reivindicar lo extraordinario de su presencia en el frente. No obstante, las periodistas no olvidaron hablar de la cara más devastadora de la guerra: el sufrimiento de los soldados, los refugiados, los heridos y la destrucción de los pueblos y ciudades que visitaron. Intentaron, al igual que sus compañeros, humanizar el conflicto, reflejando la imagen más cruda y dolorosa de la guerra. La que el status quo se afanaba en ocultar tras la propaganda.
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