El Gobierno de Donald Trump
Un fiscal especial en la diana
Robert Mueller investigará el «Rusiagate». No es una figura nueva: a lo largo de la historia de EE UU muchos de sus colegas conmocionaron Washington con sus actuaciones
Robert Mueller investigará el «Rusiagate». No es una figura nueva: a lo largo de la historia de EE UU muchos de sus colegas conmocionaron Washington con sus actuaciones
En Estados Unidos la historia de los fiscales especiales es la de la del sistema para blindarse contra el abuso de poder y la autocracia. Casi puedes imaginar a Robert Redford en el papel del caballero solitario, capaz de precipitar la destitución de un presidente mientras el público aplaude porque al final ganan los buenos. Si alguien le escribe un guión a Clint Eastwood con lo sucedido estos meses en la Casa Blanca den por seguro que tendremos un clásico del thriller político y periodístico. Algo entre «Todos los hombres del presidente» y «Spotlight». Pero cuidado. El guionista no puede ser cualquiera. El vendaval de acontecimientos ha sido tal, y tan violenta e impredecible la furia con que estos se suceden, que necesitará de un talento imperial para que la historia real resulte creíble.
El nombramiento, esta semana, de Robert Mueller para investigar si Trump obstaculizó las investigaciones del FBI respecto a las posibles sinergias del equipo presidencial y los rusos, propició, de un lado, acusaciones de caza de brujas (Trump), mientras que la casi totalidad del arco parlamentario y los medios celebran la única salida honrosa después de que el presidente destituyera como director del FBI a James Comey por... investigar las posibles sinergias del equipo presidencial y los rusos.
¿Quieren otra paradoja? Comey sucedió en el cargo al propio Mueller, director del FBI con Bush y Obama. ¿Otra más? Mueller, recibido de uñas por Trump, ha tomado el encargo de manos de Rod J. Rosenstein, vicefiscal general del Estado. Rosenstein, hombre de confianza tanto de Bush Jr. como de Obama, goza del aprecio y el respeto de los dos partidos. A Mueller, por cierto, no pudo nombrarle su superior, el fiscal general Jeff Sessions, porque tuvo que recusarse del caso ante la evidencia de sus relaciones con Rusia. Sessions mintió al Senado al decir bajo juramento que no mantuvo contactos con los rusos en la campaña. Resultó que sí.
Mucho se ha escrito estos días de la honestidad, la independencia y el coraje de un Mueller que, aunque vinculado al Partido Republicano, también cuenta con el respaldo de los demócratas. Pero conviene recordar que los poderes del fiscal especial no son ilimitados. Trabajará bajo la constante supervisión de Rosestein, al cabo un alto cargo de Trump. Y tanto el presidente como el vicefiscal general podrían destituirle si consideran que no ha cumplido con su cometido o se ha extralimitado en sus funciones. Esta cuestión es decisiva, por cuanto el fiscal especial sólo gozó de un poder casi omnímodo entre 1978, fecha de aprobación de la Ethics in Government Act, y 1999. Es decir, en el periodo posterior a las convulsiones que había provocado el Watergate, y las que espoleó el fiscal especial Ken Starr en el «caso Whitewater» cuando abrió otro frente, el llamado «caso Lewinsky». Antes, en realidad desde el siglo XIX, hubo otros muchos momentos en los que el Gobierno buscó a un fiscal especial para investigar posibles abusos del poder ejecutivo. Ulysses Grant, James Garfield, Theodore Roosevelt y Harry Truman están entre los presidentes que acudieron a un fiscal especial. Con resultados desiguales: no es infrecuente que acabaran relevados.
Pero fue después de que Richard Nixon destituyera al fiscal especial Archibald Cox, empeñado en que la Casa Blanca entregara las grabaciones de las conversaciones de Nixon relacionadas con el Watergate, que el Congreso decidió legislar para proteger la independencia de dichos fiscales. Tal era su capacidad de maniobra que el nombramiento, aunque sugerido desde la Casa Blanca, debía de ser corroborado por tres jueces. Imbuidos de poderes casi omnímodos, pronto arreciaron las controversias: de alguna forma los fiscales especiales parecían flotar por encima del sistema, a salvo de las injerencias de los poderes. Uno de ellos, Lawrence Walsh, a punto estuvo de destruir la carrera política de Ronald Reagan a raíz de su investigación del «caso Irán-Contra». Reagan, flexible como pocos, detuvo a tiempo la bala al nombrar una comisión presidencial, la Comisión Tower, ante la que no dudó en comparecer. Ya dijimos que otro fiscal especial, Starr, transformó un asunto de posible corrupción por parte de Bill Clinton (Whitewater) en un alud que a punto acaba con el «impeachment» del presidente por el «affaire Lewinsky».
Escaldados por la experiencia, en 1999 el Congreso dejó expirar la Ethics in Goverment Act del 78. Normal que John Yoo, en las páginas de «The New York Times», escriba que «hasta 1999, la solución moderna al problema de fiscalizar las actuaciones de la Casa Blanca pasaban por nombrar a un abogado independiente. Pero la cura fue peor que la enfermedad, desviando el poder ejecutivo fuera de los controles constitucionales y socavando la presidencia (...) Después de que los presidentes de ambos partidos sufrieran en manos de los consejos independientes en los años 80 y 90, el Congreso permitió que el estatuto expirara». A partir de entonces los fiscales especiales están bajo la vigilancia del fiscal general, esto es, de la Casa Blanca. De ahí que Mueller carezca de las todopoderosas facultades que disfrutaron Walsh y otros.
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