Estados Unidos
Una candidata brillante y sólida, pero que no enamora
Hillary no ha logrado erigirse como símbolo de las jóvenes de EE UU
Hillary Clinton, la dama de hielo, cañoneada a derecha e izquierda, podría sentarse frente al pupitre Resolute. El escritorio del Despacho Oval, del tamaño de un féretro egipcio, fue un regalo de la Reina Victoria en 1880. Pero antes tiene que esquivar los proyectiles arrojados por la facción liderada por Bernie Sanders, que ha jurado perseverar en la guerrilla hasta la Convención de Filadelfia. Una vez alcanzada la nominación, Hillary combatirá con Donald Trump en el OK Corral. A diferencia de Wyatt Earp, la pistolera no tiene el rostro impenetrable de Henry Fonda, sino el empaque de una ex primera dama, ex senadora y ex secretaria de Estado.
Los acordes melancólicos de «Red river valley» serán sustituidos por la chisporroteante fanfarria de una campaña que los augures vaticinan feroz. De ganar las elecciones, habrá logrado lo que ninguna mujer antes, ser la primera en su género en dirigir la superpotencia.
Un hito que, ay, no enamora a las votantes más jóvenes: consideran amortizada la pelea por la emancipación y contemplan la hipotética medalla con la apatía del que ve llover desde su coche. Fardar de ocasión histórica funciona mejor entre sus coetáneas. Leyeron a Betty Friedan y Susan Sontang. Denunciaron el patriarcado. Conocieron las victorias legales de los sesenta y setenta. Son ellas, hijas y hermanas pequeñas de Peggy Olson, la publicista valiente y circunspecta de «Mad men», las que disfrutarán de la llegada de un expreso acariciado durante décadas. Aunque la historia no es cíclica, y mucho menos se repite, sí avanza a topetazos sobre el regazo de las generaciones precedentes.
Imposible olvidar a la histriónica Sarah Palin, candidata a la Vicepresidencia en 2008. O la italoamericana Geraldine Ferraro, que hizo lo propio en 1984, en compañía de Walter Mondale, achicharrados ambos por el carisma de Ronald Reagan. A Victoria Woodhull, la sufragista que en 1872, 48 años antes de que las mujeres pudieran votar, aspiró a la Presidencia de EE UU. A Eleanor Roosevelt, que peleó por el New Deal y la creación de Naciones Unidas. A la viuda de América, Jacqueline Kennedy, suspendida sobre el asiento trasero de un Lincoln Continental descapotable el 22 de noviembre de 1963.
A Nancy Reagan, abanderada contra los narcóticos y «consigliere» del presidente con el que sueñan los republicanos históricos cada vez que en televisión aparecen las prótesis capilares de su nuevo capitán. A Madeleine Albright, la primera secretaria de Estado de la historia, que sirvió en el Gabinete de Bill Clinton. O a Condoleezza Rice, politóloga y pianista, enamorada de Brahms y Jimmy Page, que sucedió a Albright y a Colin Powell en el pescante de la movida diplomática.
Su testigo lo recogió Hillary. La misma que durante meses había telefoneado a la posteridad mientras el contestador respondía que el cetro y el castillo le correspondían a su antagonista, Barack Obama.
En una cabriola del destino, Hillary Clinton, brillante pero opaca, sólida aunque carente de duende y telegenia, relevará a su antiguo rival y jefe, Barack Obama. Siempre que Donald Trump, o sus propios y frecuentes líos, no la estampen antes contra la cuneta.
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