África

César Vidal

Bajo la bota del dictador

EL PRESIDENTE MUGABE celebró esplendorosamente su 85 cumpleaños en Chinhoyi (Zimbabwe) pese al colapso de la economía de su país
EL PRESIDENTE MUGABE celebró esplendorosamente su 85 cumpleaños en Chinhoyi (Zimbabwe) pese al colapso de la economía de su paíslarazon

El reciente fallecimiento de Nelson Mandela y su inevitable cadena de comentarios encomiásticos ha ocultado como un tupido velo la realidad del continente africano. Desde luego, Mandela, más allá del final del «apartheid» promovido por los mismos boers, no se puede decir que alterara mucho la situación.

Aunque África es el tercer continente en extensión territorial –después de Asia y América– y representa más del veinte por ciento de la superficie terrestre, su población –agrupada en 54 naciones– no llega al 15 por ciento de la del todo el globo. Por lo que se refiere al PIB del continente, a pesar de sus inmensas riquezas minerales, no alcanza ni de lejos el tres por ciento del PIB mundial. En importancia política, incluso podría decirse que África es el último de los continentes.

Su norte presenta en la actualidad un panorama más inquietante que hace sólo un bienio. Egipto sigue en una situación delicada, en la que la estabilidad depende de la intervención directa de las fuerzas armadas; Libia ha sido olvidada por las naciones occidentales quizá porque algunas de las más importantes pagan a las compañías de seguridad que garantizan el fluido de crudo; Túnez, Argelia y Marruecos intentan evitar el despeñamiento hacia un islamismo radical con mayor o menor fortuna.

Finalmente, en el extremo noroccidental del continente, el contencioso del Sáhara se ha enquistado, dejando de manifiesto las graves limitaciones de la diplomacia española. Adentrarse en la segunda división de África, la denominada subsahariana, no constituye ni lejanamente penetrar en una situación mejor. De entrada, todos y cada uno de los estados subsaharianos son totalmente artificiales.

La única excepción real es la república suráfricana, pero, paradójicamente, gracias a la identidad nacional de los afrikáners y su deseo de mantener un estado donde no se vieran anegados por las diversas inmigraciones indígenas. El resto fue trazado con tiralíneas –basta con ver sus límites en un mapa– por las potencias coloniales especialmente tras las dos guerras mundiales.

Las dos más relevantes –Gran Bretaña y Francia– no sólo consiguieron expulsar del continente a Alemania, sino también limitar la expansión de otras menores como Portugal y España. En la actualidad, Gran Bretaña ha seguido manteniendo relaciones estrechas con sus antiguas colonias, mientras que Francia ha logrado consolidar un imperio neocolonial, la denominada «Françafrique», en la que interviene desencadenando guerras civiles, cambiando gobiernos y dando golpes de estado.

Por su parte, España ha demostrado una notable torpeza, que la ha llevado a abandonar el África subsahariana –salvo a la hora de entregar subvenciones a organizaciones dudosas– y a desarrollar una política norteafricana manifiestamente mejorable.

La artificialidad de los regímenes africanos, tanto si son dictaduras como democracias; la debilidad de las instituciones; la pervivencia de las luchas tribales y el intervencionismo extranjero –en especial, francés, chino y musulmán– dan lugar a circunstancias pavorosas, como que la mayor parte de los países africanos todavía estén subdesarrollados o que más del cincuenta por ciento de su población se vea obligada a vivir con menos de ochenta céntimos de euro al día.

Se trata de un panorama en absoluto paliado por la deuda del continente, que obliga a las diferentes naciones a abonar unos 20.000 millones de dólares al año a pesar de las quitas de los años noventa.

A todo ello hay que añadir el espectro constante de la muerte, representado por guerras –la segunda del Congo costó más de cinco millones de vidas entre los años 1998 y 2008–, genocidios –el de Ruanda significó cerca de un millón de muertos y fue seguido en 2003 por el de Darfur– y epidemias de las que el sida –enfermedad hacia la cual la actitud de Nelson Mandela fue lamentable– es una más. Las celebraciones ya han acabado. Ahora la realidad se impone.