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Berlín, el escenario de la tragedia

En la capital alemana, la historia tiene un peso específico, casi físico, al que es difícil sustraerse

Olvidos voluntarios. Obama quiso proyectarse en Kennedy, pero se le olvidó el discurso de Reagan en Berlín
Olvidos voluntarios. Obama quiso proyectarse en Kennedy, pero se le olvidó el discurso de Reagan en Berlínlarazon

En la capital alemana, la historia tiene un peso específico, casi físico, al que es difícil sustraerse

El discurso en el escenario de la Puerta de Bran-demburgo, en Berlín, se ha convertido en un «must» para los presidentes norteamericanos. Tanto, que Obama lo ha hecho ya dos veces, aunque en la primera todavía no había cumplido su sueño de convertirse en un auténtico presidente berlinés, como Kennedy en 1963.

El escenario no es casual, claro está. Por muy cargado de historia que esté –y eso en Europa no falta– cualquier otro lugar es casi trivial comparado con este, al lado del Reichstag y justo en el mismo lugar que ocupó el Muro durante más de cuarenta años. Ninguna otra ciudad europea encarna como Berlín la trágica historia del continente: el nacionalismo alemán, el triunfo del nazismo, la apoteosis del comunismo... En Berlín la historia tiene un peso específico, casi físico, al que es muy difícil sustraerse.

Los presidentes norteamericanos que han hablado allí han traído siempre un aire distinto. No es que fueran ajenos a la tragedia, pero sí que representaban un mundo nuevo que había conseguido evitar los totalitarismos, las dictaduras, las revoluciones. El Nuevo Mundo también había asumido su papel de líder de la libertad y estaba dispuesto a llevarla, y a defenderla, hasta el corazón mismo de una Europa –el Viejo Mundo– incapaz de despojarse de sus fantasmas trágicos. Esto, que era una realidad, también les permitía a esos mismos presidentes redorar sus blasones en el mercado interior. Cuando Kennedy dijo lo de «Yo soy un berlinés» aclaraba a los alemanes, y más en particular a los berlineses asediados, que EE UU seguía con ellos. También insinuaba, esta vez para sus compatriotas, que en la Casa Blanca había un hombre que participaba del marchamo de prestigio que otorga la cultura europea. Reagan tampoco prescindió de este aspecto, aunque con un significado distinto: al desafiar al líder soviético («señor Gorbachov, derribe usted este muro»), Reagan continuaba una de las grandes líneas de su Presidencia, que fue devolver a Estados Unidos el orgullo perdido en Vietnam.

Como era previsible, Obama no ha citado a Reagan en su intervención berlinesa. Las referencias a Kennedy, en cambio, han sido casi abrumadoras, hasta el punto de que todo este segundo discurso en la capital de Alemania (iba a escribir de Prusia) ha girado en torno a una frase del de Kennedy. No la del «berlinés», sino otra, menos conocida, en la que el presidente asesinado evocó una «paz con justicia que se extenderá, más allá de vosotros, y de nosotros mismos, a toda la humanidad».

Obama llegó a Berlín en julio de 2008 como un joven senador aspirante a la Presidencia. Como posible primer presidente afroamericano, representaba una novedad histórica, y la reforzaba con la promesa de dejar atrás los años en los que EEUU, tras el 11-S, había tenido que asumir la dimensión trágica de su propio papel en el mundo. Resulta paradójico, pero George W. Bush, uno de los presidentes más absolutamente norteamericanos, tuvo que liderar una situación que acababa con la ilusión postmoderna del «fin de la historia». La historia, a partir de los atentados de las Torres Gemelas y del Pentágono, había vuelto a su dimensión trágica.

Obama vino para clausurar esta etapa. Su discurso en Berlín en 2008 permitió entrever la posibilidad de un mundo en el que la guerra y los conflictos quedaran atrás, exactamente como habían quedado atrás en Europa. EE UU manifestaba su voluntad de integrarse por fin en la dimensión posthistórica asumida por los europeos tras la Segunda Guerra Mundial. En el horizonte estaba por fin la paz perpetua de Kant, citado por Obama al principio de este segundo discurso berlinés.

Cinco años después, las cosas no han ocurrido del todo como Obama prometió. Sí que ha habido promesas cumplidas. Ni Estados Unidos ni sus aliados están en Irak, y pronto habrán abandonado Afganistán. No van a intervenir en ninguna otra guerra, al menos por bastante tiempo. Ben Laden ha muerto. Aún así, la atmósfera trágica no está despejada del todo. La incapacidad para cerrar Guantánamo resulta, más que nada, un síntoma de algo más profundo, que se evidencia en Siria, en la violencia en Irak y en Afganistán, en los problemas de los países árabes, en las ambiciones mundiales de Rusia y de China: la retirada no anula los conflictos y la sofisticación del discurso y de los argumentos, superior sin duda a los practicados por Bush, no soluciona los problemas. La crisis económica, más perpetua –en apariencia- que la paz prometida, la multiplicación de los ataques con drones y los programas de espionaje señalan bien a las claras que los frentes siguen abiertos.

Obama y su equipo lo saben, sin duda alguna y también debían saber que, en consecuencia, al Presidente le esperaba un recibimiento menos entusiasta que el de hace cinco años. Al concentrarse en el nuevo desafío a Rusia para reducir los programas nucleares, Obama ha querido volver a asumir una dimensión heroica que movilice un poco el entusiasmo de las masas ausentes. (Esta vez al acto de la Puerta de Brandemburgo se asistía por invitación.) Lo ha conseguido a medias, y no lo habría conseguido en absoluto si no siguiera contando con las simpatías de buena parte de la opinión europea, empeñada en seguir creyendo en una figuración mesiánica, convertida casi en un puro espectáculo.

Una afición no tan fructífera

Hasta siete veces repitió Barack Obama la expresión «paz con justicia» el pasado miércoles en Berlín, lo que autoriza a considerar este discurso como una glosa del que Kennedy proununció hace medio siglo. Al actual presidente de Estados Unidos y al equipo redactor de sus discursos, que aspiran a convertir esta Presidencia en el inicio de una nueva época tanto en la política interior como en la escena internacional, les gusta jugar con las referencias a épocas pasadas. Aunque también en posible que esta vez la afición no haya sido tan fructífera como en otras ocasiones.