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La Razón del Domingo

Cuando no basta con el consenso

Consenso. Una palabra sacralizada pero que en determinados momentos políticos no sirve. Ése fue uno de los principios que inspiraron su mandato

Margaret Thatcher larazon

Consenso. Una palabra sacralizada pero que en determinados momentos políticos no sirve.

En la España de 1979, Adolfo Suárez ganó sus segundas elecciones y unos meses después, a principios de mayo, Margaret Thatcher ganó sus primeras en Reino Unido. Suárez practicó la política del consenso. Es lo que España pedía en plena transición política. A Thatcher toda propuesta de consenso la ponía muy nerviosa y por eso, porque no lo ocultaba, fue elegida líder del Partido Conservador en 1975 y primera ministra cuatro años después. Según avanzaba esa década de los setenta, el Reino Unido no estaba para consensos. Éste es el ineludible punto de partida para cualquier reflexión sobre lo que fue la era que marcó Thatcher.

Todo proyecto político tiene que ver con el ejercicio del poder, pero la naturaleza del poder consiste en adaptarse a circunstancias que cambian. El thatcherismo, como el legado de Suárez, es claro ejemplo de ello. Thatcher no comulgaba con un determinado consenso –el matiz es importante– y el que seguía insistiendo en aquello de que hablando se entiende la gente recibía un rapapolvo. De un determinado consenso no se hablaba y punto. Quienes trabajaban codo con codo con ella la llamaban TINA, no a la cara, claro.

TINA significaba «There Is No Alternative», y Thatcher se hizo con el apodo porque repetía mucho esta frase a sus colaboradores. Es fácil imaginarla recurriendo a la frase cuando decía: «Hay que dejar morir en la cárcel a los terroristas del IRA que se han declarado en huelga de hambre; hay que hacer frente al poder sindical; hay que retomar un islote donde viven 1.500 súbditos británicos en la otra punta del mundo que ha sido tomado por la fuerza por una dictadura militar; hay que apoyar el despliegue de misiles en Europa por la OTAN y la "Guerra de las Galaxias"de Ronald Reagan. No hay alternativa».

Las opciones políticas («politics options») que definieron a Thatcher iban ciertamente en una sola dirección, que era la de romper un determinado consenso. Pero esto no fue, y es importante subrayarlo, hacer añicos lo que en el Reino Unido era conocido como el «Post-War Consensus» entre el Partido Conservador y el Partido Laborista, que duraría hasta bien entrada la década de los sesenta y los tiempos del «Swinging...» y de los Beatles.

Los hitos de este consenso fueron los siguientes: Winston Churchill (conservador) gana la guerra; Clement Atlee (laborista) gana las elecciones de 1945, establece los cimientos del Estado del Bienestar y no desarma el Reino Unido –de hecho se convierte en potencia nuclear–; los conservadores (Churchill, Anthony Eden y Harold Macmillan) recuperan el poder y fortalecen el National Health Service, elevan la edad de enseñanza obligatoria, etc. Thatcher, que fue elegida diputada en 1959, no tenía ningún problema con este «Post-War Consensus» y admiró a ciertos políticos laboristas. De hecho, aunque se cree lo contrario, ni el gasto público decreció significativamente durante los años de Thatcher ni Thatcher se despreocupó de la Sanidad y de la enseñanza pública.

Para Thatcher, este loable consenso se rompió en las duras peleas que protagonizaron Harold Wilson (laborista) y Edward Heath (conservador), Heath y los sindicatos (Thatcher para entonces ya era ministra), y los sindicatos y James Callaghan (laborista y sucesor de Wilson). A finales de la década de los sesenta, comenzaba a notarse lo que los ingleses –siempre prestos a utilizar palabras francesas para explicar conceptos complejos– llamaban una cierta «malaise» en la sociedad británica, y ésta se fue agravando en la década de los setenta. Se había impuesto otro consenso en el Reino Unido y Thatcher dio un rebote: hasta aquí hemos llegado; la única alternativa es que yo tome el mando, porque no hay otra. Los conservadores la entendieron. Heath dimitió y Thatcher le sucedió.

El nuevo consenso que puso de los nervios a Thatcher, y con ella a tantísimo británico, se manifestaba de varias maneras. En términos políticos se propuso, y hasta se practicó con distintos gobiernos laboristas que estaban ya en plena decadencia, un consenso entre el poder del Parlamento y el poder sindical, que estaba en manos de dirigentes muy escorados a la izquierda, siendo varios de ellos miembros del Partido Comunista, que no tenía ninguna representación parlamentaria.

Eran tiempos en los que Callaghan, en plena oleada de paros, convidaba a los sindicalistas a Downing Street para hablar de la regulación de precios y salarios en torno a una mesa repleta de cervezas y de bocadillos. Ante esto, Thatcher se rebeló. El poder de la Cámara de los Comunes era sacrosanto y era el único lugar donde se decidían políticas fiscales. El nuevo consenso en la sociedad fue más difícil de definir, pero no carecía de manifestaciones muy concretas. Ante el creciente paro, la aparición de la lacra de la droga y el fenómeno de los «hooligans», con brotes racistas de por medio, la sociedad británica se volvió cínica y descreída. Fue el consenso del todo vale y de la negación del esfuerzo. Era una sociedad disfuncional que estaba a la deriva. El Reino Unido de la «malaise» con sus huelgas, su galopante déficit y su punk rock se había convertido en el enfermo de Europa.

Ante ello, Thatcher habló con claridad de principios, de valores, del retorno a los fundamentos, del «back to basics». Ante todo, la vuelta al trabajo bien hecho, a la recompensa por el mérito real y a los presupuestos equilibrados. A Thatcher se la tiene catalogada como una mujer mandona, y lo fue. Pero lo que más la define fue su austeridad. Jamás tuvo una tarjeta de crédito. Su austeridad y su patriotismo. Quería volver a poner «Great» delante de «Britain» y que Reino Unido se reconociese como tal. Se comprometió a regenerar y reconstruir Gran Bretaña.

El heredero real de Thatcher, en muchos sentidos, fue Tony Blair. Ella legó un Reino Unido que rebosaba confianza, con una economía que funcionaba como no lo había hecho hasta entonces gracias a la desregulación, la competencia, el reconocimiento del esfuerzo y la responsabilidad y el respeto que infunde la libertad individual. Blair supo reconocer que el campo de juego fue el que ella había trazado y jugó con las mismas reglas. No sorprende que el político extranjero con quien mejor se entendió Blair fuese José María Aznar, cuyo proyecto político para la España de 1996 recuerda tanto al que comenzó a elaborar Thatcher veinte años antes. La época de Aznar y de Blair, tan próspera para España y el Reino Unido, fue de las muy contadas ocasiones en que convergieron las políticas de los dos países. Luego las circunstancias volvieron a cambiar.

Tony Blair, el heredero real

Cuando Thatcher recibió la puñalada de su propios compañeros y dejó el poder en 1990, se limitó a decir: «Qué mundo más raro». Su influencia, sin embargo, fue fuerte, y sería un laborista, Tony Blair, quien recogería la herencia liberal –mezclada, si se quiere, con un poco de «Tercera Vía»–, antes de que llegase Cameron, un «tory» de cuna.