La Razón del Domingo

La agitación de los bajos instintos

No es una ideología, sino la agitación de los sentimientos en busca de un enemigo leal. El populismo es un viejo conocido de la política

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Para no pocos, el populismo es un tipo de ideología política reciente que se ha enseñoreado del subcontinente americano. Como tantas otras manifestaciones políticas, todo comenzó en la antigua Roma. El último siglo de la república romana tuvo entre sus motivos más profundos de inestabilidad la aparición de la denominada «factio popularium» o «facción de los populares». Opuestos a los patricios, los populares eran especialistas en agitar a la plebe apelando a la posibilidad de perdonar las deudas de los más pobres y a la distribución de tierras. Para ello, no dudaban en entregarse a prácticas políticas que, so capa de mayor representatividad, erosionaban el sistema republicano.

Generación tras generación, personajes como los hermanos Tiberio y Cayo Graco, Publio Clodio, Sulpicio Rufo, Catilina o el mismo Julio César practicaron esa política populista que se vería repetida una y otra vez en el futuro. A la pretensión de acercarse más a un pueblo desengañado con el sistema se sumaban las promesas de una vida mejor en términos materiales y de una representatividad supuestamente más democrática. Tras semejante anuncio se ocultaba una ambición de subvertir el sistema en beneficio propio incluso mediante el recurso a la violencia. El populismo apela por encima de todo al sentimiento, evita el análisis racional y se sirve de cuadros apocalípticos en los que un enemigo paradigmático –lo mismo la aristocracia que la banca o Estados Unidos– sirve de elemento aglutinante. El Ku Klux Klan de Nathan Bedford Forrest, la actividad política de Huey P. Long en Louisiana o la Action Française de Charles Maurras son ejemplos de distintas formas de populismo. Con las diferencias que se desee señalar, en todos y cada uno de los casos se criticaba el statu quo, se realizaba un llamamiento a los sentimientos, se burlaba la separación entre la ilegalidad y la legalidad y se pretendía crear un nuevo y poco definido sistema. En ese sentido, la carga populista de movimientos políticos como el carlismo, los fascismos o el castrismo resulta innegable aunque puedan ser adscritos a otras corrientes ideológicas con más propiedad. Igualmente, el nacionalismo en cualquiera de sus manifestaciones ha contado también siempre con generosas dosis de populismo que apelaban a una Historia interpretada –incluso inventada– para legitimar un proyecto político más o menos racional y para asentar en el poder a una nueva oligarquía. Al respecto, dirigentes como el vasco Arzalluz, procedente de una familia carlista que combatió al lado de Franco, o el catalán Pujol, que se educó en el colegio alemán durante el periodo del nacionalsocialismo, son dos ejemplos palmarios de un populismo que no llama a la razón sino que alza el espantajo de las emociones y de un enemigo convertido en chivo expiatorio.

Con todo, sin duda, ha sido Hispanoamérica la zona del mundo donde el populismo ha tenido un mayor éxito. Gobiernos como los de Lázaro Cárdenas en México o Getulio Vargas en Brasil fueron dos ejemplos de esa visión populista dedicada a aprovechar la demagogia para conquistar el poder, pero destinada a no lograr su perpetuidad. Partiendo de esos antecedentes, se podría decir que experiencias como las de Evo Morales en Bolivia o Hugo Chávez en Venezuela están condenadas a extinguirse finalmente a causa de su propia endeblez. Sin embargo, semejante juicio no puede ser categórico.

Es precisamente en Suramérica donde surgió la única forma de populismo que ha sobrevivido décadas y que se mantiene fuerte tras el fallecimiento de su fundador. Nos referimos, claro está, al peronismo argentino. Sustentado inicialmente en una visión filo-fascista, el peronismo estuvo teñido desde un principio de una indefinición real que propició el enfrentamiento violento entre sus distintas facciones, una realidad delirante reflejada magistralmente en la novela de Osvaldo Soriano «no habrá más penas ni olvido». Su supervivencia hasta el día de hoy obliga a pensar que el populismo puede perdurar y, precisamente por ello, es más peligroso –y dañino– de lo que podría pensarse en un juicio superficial.