La Razón del Domingo

La alargada sombra de Stalin

La alargada sombra de Stalin
La alargada sombra de Stalinlarazon

Sesenta años después de su muerte, muchos rusos le recuerdan con nostalgia

En febrero de 1956, Nikita Jrushov leyó ante el XX Congreso del Partido Comunista de la URSS un informe secreto: «Sobre el culto a la personalidad y sus consecuencias». Aunque era a puerta cerrada, el contenido del discurso no tardó en trascender. El texto condenaba el culto a la personalidad de Stalin y la «violación de las normas leninistas de legalidad», pero no era una condena del aplastamiento de las libertades políticas, de la creación del gulag o de las deportaciones y ejecuciones de millones de ciudadanos. A decir verdad, todas y cada una de esas medidas ya habían sido adoptadas por el propio Lenin. Sí se consideraba intolerable que Stalin, poseído de sí mismo, hubiera eliminado compañeros del PCUS.

La caída de la URSS permitió la publicación de las primeras obras documentadas sobre Stalin, comenzando por la biografía escrita por Dmitri Volkogonov, un antiguo general que también escribiría extraordinarios estudios sobre Lenin y Trotsky. Las acciones de Stalin aparecieron entonces como crímenes horribles, fruto de la mente monstruosa de alguien carente de escrúpulos y, sobre todo, inútiles, ya que todas las metas podían haber sido alcanzadas con más eficacia y sin tanto derramamiento de sangre. Tras el fracaso de Yeltsin en su deseo de celebrar un gran proceso al estilo de Núremberg que condenara al PCUS, Putin reasumió en un sentido positivo a los personajes del pasado ruso desde un nacionalismo moderado. Iván el Terrible, Pedro el Grande o Stalin podían haber cometido atrocidades, pero garantizaron la victoria frente al invasor o la modernización.

Lo que piense la población rusa es otra cuestión. Una encuesta realizada en 2006 dejó de manifiesto que no menos del 35 % de los rusos estaría dispuesto a votar a Stalin si estuviera vivo. Al año siguiente, una nueva encuesta a los jóvenes indicó que el 54% pensaba que Stalin había hecho más bien que mal y más del 46% por ciento discrepaba de la calificación de «tirano cruel» aplicada al dictador georgiano. Además, la mitad de los estudiantes de entre dieciséis y diecinueve años afirmó que había sido un «dirigente sabio». En diciembre de 2008, en la encuesta televisiva «Nombre de Rusia», Stalin quedó en tercer lugar a muy poca distancia del zar Alexander Nievsky y de Piotr Stolypin, uno de los reformadores liberales del último periodo del zarismo. Los rusos votaron por quienes habían salvado a la patria de la amenaza externa –alemana en ambos casos– o habían acometido reformas.

En 2009, los tribunales rusos sentenciaron en relación con una querella presentada por el nieto del dictador, Yevgueñi Dzhugashvili, que el denominar a Stalin «caníbal sediento de sangre»– un calificativo aparecido en «Novaya Gazieta»– no era injuria. El 3 de julio de ese mismo año, los delegados rusos se ausentaron de una sesión de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa cuando se presentó una resolución en favor de recordar a las víctimas del nazismo y el stalinismo. Con todo, las autoridades rusas han demostrado ser más sensibles que los hijos ideológicos de Stalin. El 29 de octubre de 2009, Medvedev denunciaba los intentos de rehabilitar a Stalin y afirmaba que sus matanzas en masa no podían justificarse. Iba mucho más allá que algunos profesores universitarios españoles que han afirmado que Franco fue peor que Stalin o que Eduardo Haro Tecglen, que no dudó en titular una de sus columnas con el significativo ¡Gracias Stalin!