La Razón del Domingo
Marcaje personal
En el PSOE hay sectores que creen que se pueden beneficiar de las protestas radicales. Pero no siempre ha ido bien esta estrategia
En 2011, el movimiento del 15-M consiguió un éxito espectacular con la ocupación durante varios meses de la Puerta del Sol de Madrid. Fue una imagen que recorrió el mundo entero y consolidó una especie de mito revolucionario. Por un momento, todo había parecido posible, como lo pareció en los años sesenta y setenta. Fue un poco distinto, claro está. Ideológicamente, lo que había tenido sentido en aquellos años ya lejanos, cuando se desplomaron los consensos morales de las sociedades occidentales, ha pasado a ser en nuestro tiempo una realidad asentada. Aquella revolución está hecha, y una vez más se habrá recordado que en la historia lo que se repite lo hace en modo paródico. Como era de esperar, en la Puerta del Sol y en la efervescencia de las redes sociales se alcanzó el grado «subcero» de las ideas y la expresión política. En el terreno estricto del poder, las consecuencias tal vez sorprendieran a alguien: las elecciones municipales de ese año dieron la victoria al PP, en particular en Madrid, y las generales de noviembre confirmaron el salto adelante del centro derecha.
Los intentos de revivir después el movimiento no han tenido demasiado éxito. El asalto al Congreso de el 25 de septiembre pasado, al calor de las protestas sindicales, no tuvo consecuencias. Ahora se anuncia otro asalto a la institución parlamentaria, el 25 de abril, con la plataforma ¡En Pie! de protagonista. El nuevo motivo de movilizaciónson los desahucios. La Plataforma de Afectados por la Hipoteca ha logrado por fin alcanzar la visibilidad deseada. Sobre un asunto al que los españoles son hipersensibles, como es el de la vivienda, se ha articulado una estrategia espectacular: primero las acciones destinadas a impedir los desahucios, luego los acosos –o escraches– a políticos del PP. Así es como la Plataforma celebrará estos días su alianza con los indignados del 15-M.
La confluencia de estos movimientos tiene lugar sobre el telón de fondo de una situación política que se ha complicado. La crisis se está prolongando y los casos de corrupción salpican a demasiadas instancias. El PSOE permanece fiel a una convicción según la cual la recuperación del voto se realizará desde la izquierda y no en el centro. Confiado, al parecer, en los efectos de la crisis ha abandonado el voto moderado al Partido Popular y se concentra en los muchos afectados por la crisis para ofrecerles una vía de protesta.
No se sabe cuáles son las relaciones que los socialistas mantienen con estos movimientos alternativos. El caso es que no acaban de condenarlos, cuando no los apoyan explícitamente. Para los socialistas, las ocupaciones, los acosos y las manifestaciones ilegales entran dentro de lo justificable en una situación como la que estamos viviendo. El resultado de estas maniobras está claro, aunque no habla demasiado bien de ninguno de estos dos asociados. Las acciones violentas se dirigen sólo contra miembros del PP, mientras que los representantes y las sedes del PSOE disfrutan de la indulgencia plenaria de los revolucionarios. Tal vez por eso, muchos socialistas parecen convencidos de que estos movimientos los beneficiarán. No siempre ha ocurrido así. A pesar de ser otro gran éxito mediático y narrativo, la campaña del «Prestige» no salió bien. Tampoco salió bien del todo la campaña contra el gobierno en la Guerra de Irak. Salió muy bien, en cambio, el 13-M, que es el momento estelar que el imaginario socialista parece destinado a vivir una y otra vez, al modo de las obsesiones neuróticas.
A principios del siglo XX, la izquierda española inventó lo que hoy se llama un «relato», que hacía de ella la única fuerza política democrática y modernizadora. Aquello se tradujo en una política de exclusión del adversario que llevó al cataclismo de 1936-1939. Después del desenlace nadie volvió a prestar crédito a aquella mixtificación, y menos que nadie los socialistas como Felipe González. Eso sí, casi todo el mundo fingió que aquello era cierto, y muy pocos mantuvieron la ficción con la habilidad con que lo hizo González. Lo lógico habría sido que después de catorce años de gobierno socialista la situación se normalizara y los socialistas aceptaran que lo que había sido útil como estrategia política ya no servía.
No ha sido así, y los sucesores de aquellos socialistas, apoyados en una universidad, en unos intelectuales y en unos medios de comunicación que sí se tomaron en serio aquella narrativa ideal, así como en el pánico del centro derecha a contradecirla, siguen queriendo monopolizar la democracia, la libertad y la modernidad. Esto ha dificultado la adaptación del PSOE a la realidad. Ayuda a entender por qué, a pesar de todo lo ocurrido desde entonces, los socialistas no han vuelto a movilizar una mayoría absoluta desde 1993, allí donde el PP lo ha hecho ya en dos ocasiones.
Aparte del corazoncito de izquierda radical y la nostalgia de tiempos más felices, hay al menos otra razón que permite entender este empecinamiento. Es la presidencia de Obama y lo que ésta significa. Obama, efectivamente, ha conseguido superar la prueba de fuego que parecen incapaces de superar los dirigentes políticos en tiempos de crisis. No sólo ha salido reelegido. Lo ha sido porque ha logrado articular una coalición social nueva que, a su vez, configura una nueva forma de ciudadanía. Estamos ante lo que parece ser un cambio muy profundo en los hábitos políticos norteamericanos. La ciudadanía no se define ya por el ejercicio de unos derechos generales, en teoría iguales para todos. Es una ciudadanía de geometría variable ante la cual el Estado o el gobierno cobran una nueva importancia, lo que lleva a la politización general del espacio público como hasta ahora no se conocía en América. La clave es la participación de estos nuevos agentes, ajenos a cualquier jerarquía y desde una posición identitaria irreductible.
Obama ha realizado lo que intentó aquí, muy burdamente, Rodríguez Zapatero. Esto, sin duda, ha dado nuevas energías a una posición de izquierdas que se encontraba en un callejón sin salida. El hecho resulta comprensible, aunque el PSOE, antes de proseguir esta aventura, debería tener en cuenta que si Obama ha conseguido esta nueva posición ha sido porque ha logrado desactivar lo que hasta ahora era percibido como una amenaza. Más que ir a la izquierda, Obama ha inventado un nuevo centro o al menos la apariencia de un nuevo centro, como hizo González en su día. Y a la inversa: movimientos como los antidesahucios o la plataforma que organiza el 25-A –la tentación ultra del PSOE– no tienen por objetivo redefinir un espacio público ya existente y articular formas políticas integradas en la democracia liberal. Lo que quieren, por muy increíble que parezca, es hacer la revolución, acabar con el «sistema», dinamitar la herencia (franquista, ni que decir tiene) de la Transición, etcétera.
Son izquierdistas en el sentido leninista, es decir infantil, de la palabra. Basta ver la meticulosa precisión con que tienen planeado hasta el más mínimo detalle de sus «acciones», mientras carecen de una propuesta general que vaya más allá de los argumentos de manual que les han suministrado intelectuales y profesores-funcionarios que siguen alucinando con un mundo en el que la utopía socialista estaba vigente. Los nuevos izquierdistas importan sus acciones, su imaginario y su vocabulario de la Argentina peronista e incluso del chavismo venezolano. Ese es su modelo social para España.
Sin embargo, los problemas de los países europeos no han devuelto la vigencia al socialismo real, ni al peronismo ni al chavismo. La extraordinaria proyección mediática y simbólica de la nueva ciudadanía, tal como se está definiendo en Estados Unidos, no significa tampoco que estemos en el umbral de una revolución. Si así fuera, en cualquier caso, el PSOE debería saber que la tregua actual no le garantiza un puesto junto a los titulares de las barricadas. Más bien al revés, a menos que apueste por una España peronista o chavista y que se reconvierta él mismo al llamado «socialismo del siglo XXI». Todo es posible. Nada de esto quiere decir, por otro lado, que el centro derecha no vaya a tener que hacer un gigantesco esfuerzo de redefinición si quiere cumplir el papel que le corresponde en la defensa del orden, la libertad, la vida civilizada.
Los niños no pueden ver un escrache
Que los escraches que las Plataformas de Afectados por la Hipoteca (PAH) es una acción que sólo está pensada contra el Partido Popular, lo demuestra con absoluta claridad un protocolo de actuación que habla abiertamente de «escrache a diputados del PP». Además de varias normas para no «importunar (a sus vecinos, obviamente)» y «ganarnos su simpatía» y mantener la limpieza (donde se pegan las pegatinas), hay una norma que afecta a los niños: un niño no debe ver un escrache. ¿Por qué? «Los escraches deberían realizarse en días laborables y en horario escolar, para cerciorarnos de que los niños no están en casa, sino en la escuela», dice en uno de estos protocolos. Y continúa: «Los niños nunca, ¡jamás!, deben ser interpelados. Ni en los colegios ni en ninguna otra parte». La PAH acusa a los diputados –siempre del PP– de «ser cómplices de la dictadura financiera (...) y anteponer sus intereses económicos a los de la ciudadanía». Por eso, añaden, merecen ser víctima de un escrache.
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