La Razón del Domingo
Perdidos en el siglo pasado
No tenemos sindicación obligatoria, afortunadamente, pero muchos trabajadores viven desamparados de la protección de estos aparatos cuando llega la hora de la verdad
En Estocolmo, amigos suecos me ilustraban sobre un rito de relaciones laborales. Una vez al año, antes de la aprobación de los Presupuestos, se reunían en cena de gala patronos y sindicalistas, todos de esmoquin o de largo para desvestir cualquier agresividad, y en respectivos discursos, descubrían las cartas adelantando sus propuestas de subidas salariales para el ejercicio entrante. En algunas ocasiones los sindicatos habían rebajado la oferta patronal por temor a la inflación, que es el impuesto de los pobres. Inverosímil en la latinidad. Cuando hace ya décadas quebró por su desmesura el Estado del Bienestar sueco, los sindicatos trabajaron junto a los conservadores en sellar las grietas del sistema y recortar gastos nacionales que hacían peligrar la Volvo o la fabricación de rodamientos a bolas. Es el modelo frío del sindicalismo.
En la otra parte del mundo, en Buenos Aires, entrevistaba al líder metalúrgico Lorenzo Miguel, gran capo de la peronista Central General de Trabajadores, y tuve la sensación de que iba disfrazado de obrero, traspasando su estudiado desaliño la hechura trajeada de un Sam Giancana, heredero del Chicago de Alfonso Capone. Cada tanto entraba en el despacho una especie de guardaespaldas y, en silencio, Miguel abría un cajón y le entregaban, sin mediar recibo, fajos de pesos atados con una piola. La «pesada» de la UOM (Unión Obrera Metalúrgica) era una especie de tropa de asalto remunerada, para escrachar, asesinar, apalizar o respaldar violentamente una huelga. Un líder de la CGT se opuso a una huelga de peajes y desde un auto le ametrallaron en su cabina de cobro. Más amable es la anécdota del líder cervecero Saúl Ubaldini, a quien siempre se vio con una campera negra. Una amante periodista contó que tenía un placard (armario) abarrotado de chupas de diseño, todas iguales. Hoy los sindicatos argentinos, todos peronistas, parieron los piqueteros que cortan las carreteras, hasta la Panamericana, y las grandes avenidas de las ciudades, pero no alzan la voz ante la corrupción. Entre ellos y la presidenta Fernández de Kirchner sólo hay querellas familiares del tanto por ciento. Del septentrión a la australidad, los sindicatos son muy distintos.
Bajé a la recepción de mi periódico para atender personalmente a Marcelino Camacho y acompañantes invitados a un almuerzo. Marcelino pedaleó una idea fija: el sindicato único, para lo que ofrecía hasta la disolución de sus Comisiones Obreras. Con toda afabilidad le objetamos que queríamos pluralidad y no una continuación del sindicalismo vertical. Nuestros sindicatos fueron verdaderamente solidarios en los Pactos de la Moncloa cuando el país, como Ulises, navegaba entre la Escila del cambio de régimen y la Caribdis de una crisis petrolera, y hoy podrían celebrar el primero de mayo haciendo su propia catarsis. Deberían acordarse (por ejemplo) de que la Constitución establece una ley de huelga que duerme el sueño de los justos y a la que ellos hacen oídos sordos o amenazando a todos los gobiernos. Podrían aceptar que la huelga general sea un delito, como en Alemania, porque roe la médula económica de toda una nación. Legalmente los sindicatos no son servomotores de los partidos políticos, pero en España siguen siendo correa de transmisión de la izquierda, especialmente UGT del PSOE. El sindicalismo no debe estar subvencionado con los impuestos de todos como si fueran la energía eólica o termosolar, lo justo es que vivan de las cuotas de sus afiliados. CC OO y UGT se quejan de su baja afiliación (dos millones entre ambas) y extienden la mano, cuando deberían reflexionar sobre la escasa estimación que suscitan. Sus liberados deberían ser los justos, los que marca la Ley, y aún menos, porque tanta liberación es costosa para los demás y proporciona sujetos inoperantes y hasta que trabajan por cuenta propia doblándose el salario. No se entiende que se les financien cursos de formación que o no imparten o deberían en su caso planificar los organigramas de Empleo o Cultura, autonómicos o municipales. Un sindicato no es una escuela de formación profesional. La reivindicación del patrimonio histórico incautado por la dictadura ha sido una piñata y debe terminar. El Estado no puede pagar las deudas políticas del general Franco, y, en cualquier caso, hemos tenido miles de particulares expoliados que no recibieron una peseta. En cualquier caso las cuentas (opacas) del sindicalismo han de ser auditadas cada ejercicio por el Tribunal de Cuentas prolijamente y con publicidad. Cándido Méndez no puede tener el rostro impenetrable de limitar sus mandatos a partir de su propuesta, que asemejará la UGT al Palacio de El Pardo, y con elecciones indirectas cuando habrían de votar todos sus afiliados al corriente de pago.
El gran ERE
Su colmo es que no defienden a los desempleados, porque no pagan las cuotas, y hacen bolsa con los que van a ser despedidos. Se ignora qué hacen los sindicatos en los ERE como si no hubiera bufetes laboralistas en España. Sus inconsútiles golpes de pecho ante la rapiña de los ERE andaluces representan la faz ingenua del gato que se comió al canario. Su resistible inclinación a erigirse en inspiradores de la economía nacional acaban en Cándido pasándose las noches en La Moncloa haciéndole los palotes a Zapatero en plena crisis. Méndez y Toxo flanqueando a Ada Colau, una ocupa que lidera el acoso al PP, empleada en una ONG, les retrata como esos malos actores que no ven al público tras la cuarta pared del escenario. Los políticos, mal que bien, tuvieron que hacer su transición, pero las prebendas y sinecuras mantienen a los sindicatos inmóviles como la esfinge; o se autorregeneran para dar un servicio altruista a la sociedad o continuarán la duermevela de un neoperonismo que incita al desdén y la melancolía.
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